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Javier Tejada — Capítulo 11. Sigue la Declaración de los Derechos de los Robots

Rebecca Morgan©

 

Hace ya muchos años, el Parlamento Europeo aprobó la Primera Declaración Universal de Derechos y Obligaciones de los Robots. En el seno de la comunidad robótica, se pudo percibir cierta inquietud sobre cuál sería su papel entre los humanos. Los había muy convencidos de continuar como hasta el momento; para ellos, la entente entre humanos y robots es casi perfecta y, además, difícil de mejorar mediante edictos. ¿Por qué?, se pregunta este colectivo de robots, ¿quiénes participarían en las discusiones? ¿No implicaría introducir un elemento de fuerte carga disruptiva en un momento dulce? Hay un segundo grupo que opina que ha llegado la hora de que sean ellos mismos los que dictaminen sus normas de convivencia y que, por tanto, lo mejor es que sean los robots quienes decidan sobre su futuro. Creo que todos los primeros y los segundos parecen más preocupados por la repercusión que en su comunidad pueda tener el distanciamiento con respecto a nosotros, los humanos.

He intentado hablar con ellos de este tema siempre que he podido. Mi conclusión es que solamente tienen un único reparo a seguir como estamos, un problema que desde mi punto de vista no es nada formal, sino que se adentra en lo más profundo de nuestras relaciones, de la división del trabajo y de las responsabilidades para con el mundo.

El mundo está habitado, a finales del siglo xxi, por veinte mil millones de personas y mil millones de robots. Muchos de ellos se concentran en las grandes urbes de los países más avanzados. Las desigualdades entre nosotros se han reducido drásticamente a medida que los robots evolucionaban y mostraban más y más inteligencia, y a la vez que emergían tanto la autoconciencia como la conciencia sobre el sentido de la justicia, del bien y del mal. Estoy convencido de que es gracias a ellos que la humanidad no se ha aniquilado a sí misma ni ha caído por los precipicios generados por la locura humana por conquistar la Tierra en el sentido más feroz y violento. Han sido ellos digan lo que digan nuestros sabios quienes han allanado el camino hacia el encuentro de nuevas fuentes de energía, quienes han ayudado a eliminar muchas enfermedades y quienes han logrado revertir lo que hace años se denominaba cambio climático; y han sido ellos, ante todo, quienes nos han traído más deseos de igualdad entre nuestros derechos y los que atesora la Tierra. El ver que nos podíamos liberar de ciertas tareas sin estar sometidos a la procedencia de cada uno de nosotros, y su consecuente rompimiento natural y no violento de las cadenas de la desigualdad, fue y será lo mejor que nos han dado los robots. Sí, la carga de verdad de los hechos acontecidos nos persuadió de eliminar el maltrato a la naturaleza y las desigualdades de todo tipo.

Según iban ocurriendo los hechos, todos vimos claro que la diferencia de origen, humano los hijos de la naturaleza o robótico los hijos engendrados a medias por los humanos y los bits, es ya una variable irrelevante en todo lo que se refiere a nuestro reconocimiento de igualdad entre todos, ellos y nosotros. El problema radica en que en muchos de nosotros anida la idea de que los humanos todavía pensamos que el futuro de la Tierra estaría mejor defendido por los frutos del pensamiento de la mente humana. Sí, este es el caso, por ejemplo, de nuestros filósofos y legisladores, que siguen resistiéndose a aceptar la total independencia de sus entrelazados tecnológicos. El caso es que nunca los han considerado ciudadanos con los mismos derechos que los humanos, ni tampoco se han preocupado de profundizar en estos temas tan vidriosos y llenos de metafísica. Algunos de nosotros argumentan que todavía están lejos de nuestra capacidad de encarar de una forma más abstracta, y a la vez más real, sus sueños como especie. Pero en honor a la verdad, creo que también debería decirse que ellos perciben que nosotros, amparándonos en la obligación de enseñar la verdad y que esta se enseñoree de todos los litigios, intentamos colarles el gol de la imposición de nuestro derecho a que prevalezcan nuestras opiniones, independientemente del grado de verdad que alberguen.

Creo que los robots han visto claro que muchas veces los humanos nos hemos encharcado en el fluir de nuestra propia sangre por la estúpida pereza de no encararnos de frente a los problemas que verdaderamente nos enfrentaban. Por eso ellos evitan nuestras miradas reprobatorias cuando rehúyen nuestras proclamas de igualdad, pues saben perfectamente que si nosotros no hemos evitado la infelicidad para todos nosotros, somos incapaces de pactar con ellos un pleno enfrentamiento de ideas que nos traiga el pleno reconocimiento del singular comportamiento de unos y otros. Seguimos sin encontrar la herramienta que, aceptada por ambas partes, nos abra las puertas del enriquecimiento sin límites de nuestros espíritus.

 

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