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Gisela Chillida – La cultura y el dilema del tranvía

Advertencia: alguien va a morir para que otros se puedan salvar.

Un filósofo malvado ha atado a cinco personas a las vías del tren. Uno de los vagones se dirige a toda velocidad hacia ellas. Tú te encuentras dentro. Despiertas aturdido y con el tiempo justo para tomar una decisión: o dejas que el tranvía avance en línea recta y arrolle a esas cinco personas, o bien giras la manivela que lo haría voltear, salvando la vida de esas cinco personas pero provocando la muerte a otra que se encuentra atada en la bifurcación. No sabes nada de ellas ni tampoco logras distinguir sus rostros. ¿Activas la manivela o dejas que el vagón siga su curso?

La situación que acabamos de plantear no responde a una escena de la última secuela de Saw sino que se trata del dilema del tranvía, un experimento mental ideado por la filósofa británica Philippa Foot en un artículo publicado en 1964. Pese al poco tiempo que has tenido para decidir, muy probablemente hayas decido mover la manivela. Algo te dice que has obrado bien: acabas de salvar cinco vidas. ¿O son cuatro? Sea como fuere, las estadísticas indican que una gran mayoría considera que la mejor opción moral es accionar la palanca. En distintos experimentos, más del 90% de los encuestados prefirió cambiar el rumbo de la máquina. Hasta aquí, el dilema moral podría parecer de fácil resolución, pero el dilema del tranvía cuenta con versiones que no hacen más que rizar el rizo. Una derivación algo más cruel y retorcida nos coloca encima de un puente. Desde allí, vemos como un vagón avanza descontroladamente hacia las cinco personas. El único modo de impedir el atropello masivo es arrojando a un individuo de grandes dimensiones que se encuentra justo delante nuestro. Pese a lo parecido de la situación – matar a uno para salvar a cinco- los encuestados tienden en un número mucho más elevado a decidirse por la no-acción. Únicamente el 30% apoya que se sacrifique al individuo colosal en beneficio del quinteto. En el primer caso, no accionar la palanca podría ser visto como una omisión de auxilio moralmente reprochable. En el último, la participación activa -empujar al sujeto- es lo que intuitivamente nos parece reprobable. Dicho de otro modo, el fin no justifica los medios, y hay líneas deontológicas rojas que no podemos cruzar. En otra variable algo más amable, la llamada “la variante de la esperanza”, se nos exonera de gran parte de la responsabilidad. Estamos de nuevo al mando de un tranvía descontrolado que se dirige inexorablemente hacia cinco personas. En este caso, tenemos la opción de cambiar de rail y provocar el atropello de un único individuo o decidirnos por hacer descarrilar el tren, lo cual implica un 50% de posibilidades de matar a todas las personas, y un 50% de posibilidades de salvarlas a todas. Aquí, al sufrir todos las mismas consecuencias, nos parece la elección más justa y democrática.

Mutatis mutandis, la cultura se encuentra hoy mismo en esa misma encrucijada. Sabemos que el 2020 va a terminar con bajas. El dilema reside en si dejamos que el tren siga su curso y arrolle a muchos o intentamos cambiar de dirección para que afecte a los menos. Como vimos, no se trata únicamente de cantidades ni se pueden reducir todas nuestras decisiones a un simple cómputo y medición de sus consecuencias directas. Sacrificar a uno para salvar a cinco parece una obviedad. Pero, ¿quién empujaría a otro por un puente con la excusa de salvar a cinco?

Imaginen ahora otra situación. Esta vez, quien dejó en nuestras manos el piloto de la nave es un auténtico psicópata. Cuando despertamos dentro de la cabina en marcha, vemos que ha dejado a nuestro alrededor cinco carpetas con información relativa a los futuribles atropellados. Además, el tren no va tan rápido y disponemos de un pequeño lapso de tiempo para deliberar. Sabemos que entre los cinco se encuentra un artista muy joven, de apenas 28 años, ganador de algunas convocatorias y perdedor de otras tantas; otra de las personas resulta ser una crítica que lleva un tiempo sobreviviendo a duras penas entre la escritura y la gestión de proyectos culturales de lo más variopintos; desde hace dos décadas, el tercer individuo compagina la docencia con una producción artística cuyos ingresos apenas cubren los costes de producción; en cuarto lugar, vemos que se encuentra una artista mid-career  integrante de la cartera de una buena galería de la ciudad; por último, entre los maniatados hay un artista consagrado que en los noventa vivió un momento de apogeo acompañado de cierta visibilidad internacional. Y, ¿quién es la persona que yace sola en la otra vía? Los papeles que el psicópata ha puesto a nuestro alcance nos dicen que tiene un cargo importante en una institución. Acabar con ella implica a la larga el fin de otras muchas vidas, profesionalmente hablando, claro. ¿Activas la manivela o dejas que el vagón siga su curso?

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Gisela Chillida és historiadora de l’art i comissària independent.

 

 

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