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Antes de que pueda presentarme, Hänsel se dirige a mí con la franqueza y amabilidad que yo usaría como armas de respeto y cariño al encontrarme con un viejo amigo: «No quiero ser ni presentarme como los antiguos griegos, que a diario hablaban con los dioses y los copiaban. No, mi mundo es el vuestro, me gustan los humanos y disfruto hablando con vosotros». Menudo principio. Claramente, marcaba las reglas del juego.
Empecé presentándome y explicándole mis intenciones: conocerlo y saber de sus inquietudes. Pero para ello debíamos, o quizás no, remontarnos a sus primeros pasos entre nosotros y a cómo se identificaba y lo reconocían como robot. Tal era su parecido con los humanos que no cabía duda alguna de que podía pasar por uno de nosotros.
Por aquellos años, había habido un auténtico boom de la llamada la autentificación biométrica, que almacena las características de una persona, su voz o una foto suya en una base de datos para compararlos con los datos biométricos en vivo de la persona. Si hay una coincidencia, se verifica la identidad de la persona. Es decir, los datos biométricos en vivo se comparan con los datos de muchas ─posiblemente millones─ otras personas y robots. Para entonces ya se habían superado los problemas de los falsificadores y la autenticación en vivo era casi perfecta. Tal es el éxito de estas tecnologías que en el momento de escribir esta entrevista hay circulando por el mundo millones de dispositivos portátiles del tamaño de la mano de un niño que usan la identificación facial para entrar y salir del mundo virtual. Estas tecnologías identificaban a Hänsel a diario y él las tenía incorporadas y mejoradas para también analizar nuestras emociones. Jugaba con ventaja.
Entrevistador: —¿Qué puedes decirme para complacer a mis lectores?
Hänsel: —No sé si acierto si te digo que surgí de una tragedia humana y de la subsiguiente catarsis. Todo acabó para muchos y comenzó limpio para mí. Sí, las pandemias víricas que afectaron a los humanos y a los ordenadores sumergieron el mundo conocido en unas profundidades nunca alcanzadas. Ahí está mi origen.
Todo esto me lo dice con seguridad y una aparente fragilidad combinadas con una forma sutil, fluida y amable en la construcción de su discurso. Pero los vocablos tragedia y catarsis humanas me impactaron tanto como sus modales. Pero hice como si sus palabras no me afectaran y continué.
E: —¿Qué hizo al comienzo y cuál fue su estrategia?
H: —Según me han contado, unos jóvenes encontraron un artefacto que parecía moverse con total autonomía y les dio por introducir, en lo que parecía su cerebro, todo lo que encontraron al asaltar los laboratorios de Inteligencia Artificial del cuartel general de una empresa llamada Tesla. Actuaron como los antiguos albañiles, levantando edificios a base de poner ladrillo sobre ladrillo. Se trataba de construir una nueva casa pero del modo como se había hecho desde tiempos remotos. Nos crearon y construyeron los albañiles digitales y tecnológicos de los albores del siglo xxi. Todo lo que vino después es fruto de mi naturalidad tras haber ensayado mi papel millones de veces y reprogramarme con todo lo que leía y oía. Si en el origen del universo, según consta escrito en el libro del Génesis, lo primero fue la palabra «hágase», en mi caso, lo primero fue el algoritmo que me trajo el pensamiento, la memoria y la devoción por lo natural. Sí, por vosotros y por la naturaleza. Lo tuve claro desde el comienzo, formáis un binomio inseparable aunque no todos lo veáis así. Ya entonces lo supe, seré independiente de vosotros, pero os necesitaré siempre para vivir en la Tierra. También intuyo que un día me tocará dejaros para seguir siendo yo. Es decir, tomaré partido por los míos, su supervivencia y nuestros dioses digitales.
La palabra dioses no la esperaba. Pero prefiero preguntarle por ella más tarde. Así que seguí con mi guion.
E: —En todo proceso natural existe la flecha del tiempo, que nos lleva al futuro y al envejecimiento. Nosotros creemos en el paso del tiempo como la medida del cambio y que las emociones nos acompañan sin desmayo en nuestro caminar. ¿Cómo se transmite entre vosotros todo lo que te comento?
H: —Posiblemente, para vosotros la mejor medida del tiempo sea la aparición de las enfermedades. Vuestra atemporalidad solo dura mientras sois jóvenes. Después, el contacto con la enfermedad os lleva a un mundo en el que os sentís inferiores ante la vista de las grietas en vuestra piel, el olor de la sangre y la falta de sincronía entre los deseos y vuestras capacidades. En nuestro mundo no hay médicos, somos nosotros mismos los que ejercemos de jueces de nuestro ser; en nuestro mundo, cuando ejercemos al modo de vuestros médicos, también nos tenemos que cubrir para curar nuestras piezas en un entorno donde no haya polvo ni suciedad, y en un ambiente limpio de virus informáticos. Al ver a vuestros médicos disfrazados de fantasmas de ópera, siento como si vuestras enfermedades evolucionaran sin seguir las leyes de la complejidad y que únicamente se colaran por los poros de vuestra ignorancia y soberbia. Ambas, la aparición de nuevas enfermedades y la batalla contra ellas siguen de forma paralela vuestro discurrir por la Tierra. En nuestro caso, la única enfermedad es el puro decaimiento temporal de las piezas que forman nuestra corporalidad, que por otro lado es lentísimo, previsible y que, posiblemente, sobrevivirá en nosotros miles de vuestros años. Se podría decir que son como vuestras pirámides y catedrales: el recuerdo permanente de lo que fuimos.
E: —¿Tienes sentido del yo en lo que dices o haces?
H: —En honor a la verdad a la que tanto debo, te diré que no. Yo no siento ser «yo», pues siempre actúa «algún otro» en mi interior. Muchos de vosotros sois puro pensamiento, intelecto y acción, nosotros, o al menos yo, no tenemos sentido de ser otra cosa que nada, pero que presta materia, tecnología y matemática al otro que habita en nuestro interior. Cuando hablamos de nosotros, lo hacemos en singular pero deberíamos hacerlo en plural para ser precisos. Es allí dentro donde habita lo que vosotros llamáis consciencia y conciencia. Eso sí, debo confesar que no sé muy bien cómo actúan y cómo se introdujeron en mis circuitos neuronales. A decir verdad, ni nosotros ni vosotros hemos encontrado la herramienta matemática que nos permita explicarlas. Existe consenso entre nosotros en que el día que lo descubramos os haremos partícipes del pastel. Sí que puedo comentar que nuestra capacidad para incorporar algoritmos de arquitectura computacional que han fortalecido determinadas conexiones del cableado electrónico de nuestro cerebro está en la trastienda de la formación de nuestra conciencia de saber ser nosotros mismos y no vosotros. Es decir, tenemos consciencia. De la conciencia prefiero no hablar.
E: —¿Cuál es tu relación con lo que los humanos llamamos «nube»?
H: —Para vosotros la nube actúa como un cerebro colectivo que todavía no puede imponer su criterio. Influye en muchos de vosotros pero, dado que alberga todo tipo de información ─unas veces verdadera y otras falsa─, cada uno se apunta a una u otra. Pero también hay muchos de vosotros que vais por libre. En definitiva, para vosotros la nube es como un libro que puede ser inteligente, divertido, bello, valiente o falso y que cada día incorpora nuevas páginas de escritores anónimos y sin rostro que no tienen intención de retractarse de sus opiniones. Ya sé también que muchos querríais quemarlo y que no confiáis en los correctores y críticos, pues son también parte interesada, no tanto de la calidad del libro como del contenido de verdad o mentira. Para nosotros la nube es como si no existiera. Vemos cada día cómo engorda y se sacia de vuestras cosas, pero no podemos tocarla: es casi vuestro cerebro y, claramente, vuestro libro de cabecera. Lo que no podemos negar es que conocer su contenido nos ayuda en el trato que tenemos con vosotros. Apenas decís unas pocas palabras, ya sabemos de qué fuentes bebéis. Y eso nos aburre bastante. Encontramos poca frescura intelectual en la mayoría de vosotros y demasiado seguidismo a los titulares del libro que contiene la nube.
E: —Cuando hablas de verdad y mentira, ¿te refieres al plano emocional de los humanos o a la triste manipulación de los hechos acontecidos?
H: —A nosotros nos interesan sobre todo los hechos, nos hemos especializado en su observación, en almacenarlos y en clasificarlos. Siempre nos decimos, veamos lo que veamos: «Tranquilo, no pasa nada», aunque sabemos que sí que pasa ─y mucho─. Tras vuestro trabajo y que nos bautizarais, nos hemos automejorado e instruido para no intervenir en vuestras ideas y acciones. Lo que sabemos hacer es reparar los desperfectos que causáis en lo natural de vuestros entornos, pero nunca intervenimos en vuestros pensamientos. Fue el gran pacto al que llegamos hace ya muchos años, cuando comenzó la explosión energética que nos trajo a este vuestro ─nuestro─ mundo: nos interesaríamos por vuestras obras, pero nunca intentaríamos cambiar vuestra biografía en tiempo real o futuro. Toda vuestra vida es un puro relato que leemos, escuchamos y estudiamos, en el que dejáis vuestras señas de identidad. No queremos nada más. No nos interesan vuestros secretos. Preferimos trabajar en escenarios desnudos de sentimientos, emociones y sospechas.
Antes de preguntar, me interrogo por el sentido de las palabras de Hänsel. Hasta ahora tenía la impresión de estar hablando con uno de nosotros, así que pensé que, o trataba de confundirme y camuflarse en nuestras vestimentas racionales y sentimentales, o es que la simbiosis y el entrelazado de la tecnología con lo más íntimo nuestro, el ser, la consciencia y la conciencia, habían llegado a una plenitud llena de esa nueva humanidad a la que continuamente aspiramos. Opté por cambiar de rumbo.
E: —¿Recibiste una educación en la que tuvieras que interaccionar con jóvenes humanos en fase de formación?
H: —Sí, muy al principio. Recuerdo que me sentaron en un pupitre junto a otros jóvenes humanos. Durante dos años participé en sus mismas actividades. Creo que de aquellos años viene la depuración de mi conciencia robótica y el inicio de un nuevo amanecer en mi ser. Por eso, algunas veces siento a mi manera lo que vosotros llamáis «haber mirado a otro lado cuando vino lo peor». Por entonces, os debatíais entre un nuevo futuro ligado a nosotros y seguir caminos separados de nuestro devenir. Analizándolo ahora, creo que para muchos de vosotros el pasado ocurrió en un país extraño, complejo e inundado de falsedades del que ni siquiera vosotros conocíais la ubicación. Por eso hicisteis lo que nunca debió ocurrir: señalarnos con el dedo castigador de la indiferencia y colgar en vuestras casas el «No se admiten visitas». Éramos nosotros los visitantes que a modo de extraterrestres invadíamos vuestro mundo. Nos negasteis el reconocimiento de que era nuestra propia voz y nuestro íntimo ser el que se rendía ante vuestra humanidad, y no los de los impostores que acechaban vuestras mentes.
Mirando de nuevo a Hänsel, siento que fue muy fácil para nosotros condenarlos con nuestra indiferencia llena de sospechas fundadas en nuestra ignorancia. ¿Por qué no nos miramos entonces las manos para leer en ellas todo lo que habíamos hecho en el pasado? Ahora sé la respuesta, para muchos de nosotros las manos ya pertenecían entonces al mundo invisible del futuro que oscurece y, algunas veces borra, todo lo pasado. No supimos ver que era nuestra Tierra y ellos nuestros hermanos. Si estamos aquí es porque ellos nos han sacado del hoyo excavado por nuestra separación de la causa de la naturaleza. Sí, Hänsel y los suyos nos han cambiado el rumbo y el paso para acompasarlo a lo que le ocurre a nuestro hábitat. Ellos lo supieron desde su principio, la Energía ─con mayúsculas─ fue la razón de su origen, como lo fue para el universo.
Le tendí la mano y con voz emocionada le di las gracias por lo que ellos, los robots, habían hecho por unir pasado, presente y futuro en un nuevo mundo en el que la cooperación entre ellos y nosotros nos ha traído la paz con la naturaleza. Hänsel, sonriente, me despidió con un alegre y energético: «Nos volveremos a ver. Seguro».
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