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Señora Menina — Lucas Marti Domken

El pasado 10 de octubre se reestrenó en el Museo Picasso de Barcelona la obra de teatro (en su versión de «lectura dialogada») Sr. Picasso c/. Montcada 15-17, Barcelona – 3, del poeta catalán Vicenç Altaió. Me trasladé al lugar del evento en metro, hasta la parada Jaume I en el Born, barrio que recorrí con alegre perplejidad ante el desbocado multiculturalismo de sus calles. Un cartel me sacó, no obstante, de mis ensoñaciones; rezaba: «Museu Picasso Via Princesa» o «Museu Picasso Via Cotoners». Me decanté por la segunda, una secreta callejuela que, como llevado por un torrente, me arrastró hasta la dirección que tenía por título la obra: Carrer Montcada 15-17. ¿Existían, por tanto, dos Montcadas? ¿Se reconvertía el edificio, como por encantamiento, en un teatro del que yo era Cenicienta?

Pese a la puntualidad, solo encontré asiento en la última fila, y en una esquina. Una rápida mirada panorámica me confirmó que no vestía para la ocasión o, como dicen los anglosajones, iba underdressed. Por supuesto, en estas situaciones es preciso actuar con naturalidad, dejando que la soltura amañe el tejido. Mostrar acomplejamiento o inseguridad resulta, en cambio, fatal y solo empeora la situación. En todo caso, antes de que diera comienzo la función, pude conversar brevemente con el poeta Edgardo Dobry, en particular, sobre dos de los favoritos del escritor chileno Roberto Bolaño, Nicanor Parra y Enrique Lihn; a este último, ignoro la razón, siempre lo asociaré con un acerado poema sobre ratas.

Si Edgardo se sentaba a mi derecha, a mi izquierda, dada mi posición esquinera, se hallaba un cuadro, una de las cincuenta Meninas que Picasso pintó inspirándose en las originales de Velázquez. Al contemplarlas, tuve la impresión de que, con el paso del tiempo, se hubieran rebelado frente a la estrechez del marco, y multiplicado, ora como familia, ora como muchachas emancipadas y un tanto estrafalarias. Tras su consistencia simbólica, corrían figuras o más bien trazos de colores silvestres —un bermejo arrollador desplegándose por el lienzo como un dominó multidimensional—, que transportaban al observador, con eléctrica inmediatez, a las del Prado. Sellaba la impresión la silueta negra al fondo, el punto de fuga anónimo, o los José Nieto Velázquez que ni entraban ni salían de la estancia, sino que se paraban a observar a las curiosas sirvientas, pues no otra cosa son las meninas.

Embelesado por una especie de elemental y pintarrajeado túnel del tiempo, habría caído en su dimensión eterna de no ser porque empezaba la función, y Altaió se puso en pie frente al afortunado grupo que ocupaba por unas horas la sala dedicada a las meninas del pintor malagueño (sus meninas, en efecto, meninas «detestables» como le confesó a su amigo Sabartés: «Así, poco a poco, iría pintando unas Meninas que serían detestables para el copista de oficio, pero serían mis Meninas».), esa sala atravesada por una pared de piedra, reliquia del edificio medieval que servía de aposento al tesoro picassiano, con dos extrañas puertas, como portales de diferentes tamaños, uno de entrada y otro de salida, intercambiables —circuito de un mundo en continua renovación—, dando cabida, dando eterno retorno a todas las meninas y a toda obra única.

En la presentación, Altaió se dedicó a describir la génesis de la pieza teatral, concebida cuarenta años atrás en honor a Picasso y al arte en general, y nos contó que, en su día, entre el público, se hallaba Joan Brossa, quien al parecer rompió a aplaudir efusivamente la puesta en escena que nosotros, agraciados barceloneses, estábamos a punto de volver a experimentar. Había salido por una puerta… Volvía a entrar por otra. Recordaba el poeta los fundamentos artísticos de la obra, las reglas estéticas que sustentaron el guion (la idea clave de incitar a la participación del público) y la época de efervescencia cultural y libertad en que se forjó. Los principios de la democracia. Y la pieza, tan enigmática y fuera de los esquemas narrativos habituales, se resistía a dejarse describir, pese a los embates de Altaió, hasta que dio con la metáfora perfecta: si los buenos pintores aspiraban a escribir con el pincel, él se había propuesto pintar con la palabra escrita.

Por tanto, la obra, impecablemente ejecutada por el trío de actores —Paula Blanco, Marc Garcia y Miriam Moukhles—, puso en escena el insólito proceso de pintar un cuadro sin pinceles ni lienzos comunes: una explosión de cromatismos hablados y chorros de color brotando de las gargantas y manos de los intérpretes, que ya nos convertían en pesados y cansados turistas de visita al museo, ya nos vestían de Picasso en París. Una alquimia escénica sin otro ingrediente que el de tres cuerpos humanos, metamorfoseándose a placer en el plano viviente de la imaginación (y el humor). Y cuando digo palabra, no puedo olvidarme de la sutil sensibilidad al silencio, fuente de palabra y color. Los momentos que sucedían a la ola de sonido, preparando en el subsuelo las siguientes formas de expresión de deseo. Un silencio que lanzaba un descomunal interrogante sobre los espectadores, alimentando la expectativa, dejando que la acción en retroceso calara en las entrañas, y el corazón se calmara. «El blau», exclamó en un momento dado la actriz, y blau llenó el espacio y nuestros pulmones en vilo. «El mar» dijeron apoyados sobre la pared, la mirada fija en los espectadores, convertidos de pronto en agua salada.

Picasso arlequín, Picasso seductor, Picasso avaricioso, Picasso celebridad, Picasso caballo trotando a través de las puertas, primero con cabeza de hombre, luego de mujer, Picasso monja de clausura, Picasso universo de voces en pugna por volverse color, pincelada gruesa o fina sobre el espacio, salpicando al espectador. El espectador meninas. Las meninas pintoras, haciendo coro. Y, al fondo, la sombría figura en el umbral de la puerta. ¿Qué puerta? ¿La de entrada o de salida?

Terminada la función, contemplé con lujosa calma (es decir, sin tener que meter la cabeza entre interminables visitantes) la gran familia menina. En una esquina, una niña de carrillos hinchados –la Infanta Margarita María– me estudiaba con atormentada curiosidad. Aquí el gris llenaba el cuadro. Le decían la «anticopia». La niña tenía los labios tensamente cerrados, como si contuviese con todas sus fuerzas una palabra ansiosa por salir. ¿Qué palabra? ¿La adivinó Picasso? ¿O cambiaba en función de quien la miraba? En todo caso, su silencio acabó con mi paciencia. Roto el hechizo, volví sobre mis pasos, vía Princesa.

 

Lucas Marti Domken

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