El 1993, aquest senyor de Barcelona que és Lluís Permanyer –educat, culte, elegant, conversador, tracte agradable, sensat, militant de la ciutat de Barcelona i amb fama de tenir la millor biblioteca sobre la ciutat: a un pis de l’Eixample, com no podia ser d’una altra manera, va editar un llibre titulat Cites i testimonis sobre Barcelona. La ciutat viscuda i jutjada per personatges no catalans al llarg de dos mil anys. Un total de 449 cites que esdevenen imprescindibles per conèixer la ciutat.
A la manera de Lluís Permanyer, em permeto d’afegir una altra entrada a les seves cites i testimonis. Un text de l’escriptor colombià Juan Gabriel Vásquez –sens dubte, un dels millors escriptors en llengua castellana del segle XXI– que, d’altra banda, coneix prou bé la ciutat de Barcelona on va viure del 1999 al 2012 i on va continuar el seu treball d’escriptor i assagista tot integrant-se –tan bon punt va arribar a la ciutat– a la celebrada revista Lateral dirigida per Mihály Dés i domiciliada en un xamfrà del Passeig de Sant Joan.
2021
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
Escriptor i assagista. Bogotá, 1973. Volver la vista atrás.
«Abajo brillaban las luces del barrio, que ya comenzaban encenderse, y a su izquierda, la línea de la luz de las Ramblas llamaba la mirada y la llevaba hacia el Puerto, hacia la estatua invisible de Colón. En el cielo se alcanzaban a ver las luces de los aviones que se acercaban a El Prat (…)».
«Alguna razón había que encontrar para la emoción impredecible que le estaba cayendo encima ahora, al confirmar que desde allí, desde la terraza del hotel, se alcanzaba a ver Montjuic (…)».
«Desde la terraza se alcanzaba a ver Montjuic. A Fausto, que por entonces tenía trece años, le gustaba subir con su hermano Mauro para ver el cielo y el mar lejano, y en el cielo, los aviones de Franco que sobrevolaban la ciudad resistente (…)».
«Los sindicatos de obreros de Barcelona le hicieron un regalo que nadie esperaba: un Hispano Suiza T56, fabricado en La Sagrera, con capacidad para cinco pasajeros y 46 caballos de fuerza (…)».
«Pocos días después, la familia se reunió para tomar decisiones. La guerra se estaba perdiendo, y Barcelona era el blanco predilecto de los fascistas. Los italianos, a bordo de los bombarderos Savoia no iban a dejar de asolar la ciudad (…)».
Estaban en el restaurante de la filmoteca, tan lleno de gente… que apenas se podía hablar. El lugar tenía tanto de ajetreado como de amable, y estaba presidido por el fantasma de Marylin Monroe, cuya imagen estilizada lo miraba a uno desde el menú (…)».
«La mañana del viernes amaneció radiante en Barcelona. Los vientos se habían llevado las nubes y limpiado el aire, pero eran tan fuertes que al salir del hotel, deslumbrados por la luminosidad del día, Sergio y Raúl tuvieron que detenerse en la Rambla del Raval, bajo la sombra de una palmera, para ponerse las chaquetas. Sergio comprendió la medida de la distracción que lo había agobiado durante estos días, pues en ese instante se percató por primera vez de la escultura de Fernando Botero que adornaba el medio de la rambla como un tótem (…)».
«Mientras cruzaba el parque hacia la calle Mallorca, alejándose ya de la Sagrada Familia, Sergio se atrevió a comentar que la visita lo había decepcionado. La construcción que había visto no se parecía en nada a la que él guardaba en su recuerdo, y estaba dispuesto a apostar aunque perdiera que Gaudí, si volviera a la vida, si saliera de su tumba con las magulladuras y las cicatrices del tranvía que le mató, se plantaría con espanto frente al proyecto más importante de su vida y diría: “¿Pero qué han hecho con mi iglesia?”. Sergio sabía que en esa opinión pesaba demasiado la nostalgia de un recuerdo de juventud, aquella visita de 1975 en que pisó por primera vez el país que había echado a su padre. Ahora veía el lago que parecía salido de un pesebre, los vendedores públicos, las calles del Ensanche y sus filas infinitas de plátanos de sombra; veía a los turistas tan numerosos que bloqueaban la entrada de la iglesia y entorpecían el paso de los transeúntes, menos individuos que grandes rebaños cuyos buses descomunales proyectaban en la acera sus siluetas cuadradas (…)».
«Se acordaba de un día de cielos limpios, muy parecido al que tenían ahora: ese cielo que les impedía meterse al metro e incluso buscar un taxi (…)
Cruzaron la calle, rodearon la entrada del metro y pasaron frente a la fuente de Canaletas. De repente Sergio había acelerado el paso, y cuando se detuvo, pocos metros más abajo, estaban frente al Hotel Continental. La puerta estrecha, el toldo de hierro y vidrio blanco, los balcones modestos: al contrario del resto de los edificios de la zona, con sus almacenes de carteras de lujo y sus iluminaciones doradas, la fachada del Hotel Continental parecía parte de otra ciudad, más franca o menos ostentosa: una ciudad desaparecida. Cambiaron de acera y entraron al vestíbulo, donde colgaba una lámpara de cristal demasiado grande, como si el edificio que la rodeaba se hubiera reducido misteriosamente (…)».
«Los anarquistas se habían tomado el edificio de Telefónica, y espiaban o cortaban o intervenían las comunicaciones entre los comunistas y el gobierno republicano; cuando éste trató de recuperar el edificio, estalló una verdadera batalla campal en plena plaza, y en pocas horas las calles de Barcelona se convirtieron en el escenario de enfrentamientos que habrían parecido riñas de borrachos si no hubiera sido cuestión de barricadas y gente muerta en la las calles (…)».
«Raúl dijo que iba a caminar por las Ramblas hacia abajo hasta la estatua de Colón: quería ver cómo llegaba al mar a Barcelona (…)».
«En Barcelona fueron dos paseantes cualesquiera, perdidos como los demás en la bestia sin forma del turismo, un padre y un hijo que viven vidas separadas en ciudades distintas y que ahora se han encontrado para decirse cuánto se quieren y cuánto se extrañan de la manera más vieja del mundo: contando historias (…)».
«Era una noche limpia de sábado; una brisa ponía a temblar las velas en sus vidrios y les hacía la vida difícil a los que trataban de encender un cigarrillo, y en el cielo habrían sido visibles las estrellas si lo hubiera permitido el fulgor de la ciudad. Se acomodaron de frente a los tejados sombríos, a cinco sillas del lugar de aquella barra donde Sergio, tres noches antes, había visto Montjuic con ojos nuevos y había comenzado a pensar en su padre, con sus historias de la Guerra Civil, en su vida de exiliado adolescente (…)».
«Pasaron la mañana del domingo viendo fotos viejas, igual que habían pasado las últimas horas de la noche anterior, mientras afuera, en el barrio del Raval, Barcelona se iba de marcha y luego se dormía y luego despertaba poco a poco (…)».
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