Redacció HiG /////
Josep Maria Martí Font (1950-2024) és una figura clau en el periodisme cultural i polític català i espanyol de les darreres dècades; fou veu destacada a El País, on va dirigir les seccions de cultura i internacional, i on va narrar esdeveniments històrics com la caiguda del Mur de Berlín. La seva carrera va combinar una sòlida formació acadèmica amb una mirada crítica i compromesa cap a la societat, la cultura i els moviments polítics del seu temps.
La seva col·laboració amb Hänsel* i Gretel* va ser un espai on va poder desplegar aquesta visió àmplia i profunda. J.M. Martí Font va aportar textos que aborden qüestions essencials sobre cultura, identitat i context urbà, sovint amb Barcelona com a teló de fons. Els seus articles reflecteixen una preocupació pel paper de la cultura en la societat contemporània i per analitzar-ne les tensions i oportunitats. En aquest sentit, es connecta amb el cicle “Construcció i Cansament en la Barcelona Cultural”, on va explorar temes com el significat de la llibertat i la funció de la cultura en un món en transformació. La seva ploma va tractar figures rellevants com Oriol Bohigas o episodis com el Maig del 68 a Barcelona, teixint una narrativa que combina història, crítica i observació personal.
En el primer aniversari de la seva mort, el llegat de J.M. Martí Font continua ressonant entre els seus lectors. El seu fill, Lucas Martí Domken, ens ofereix a l’article que acompanyen aquestes línies una mirada íntima i universal sobre l’herència del seu pare.
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Lucas Martí Domken – Pájaro Blanco

Escribo este artículo un 11 de febrero de 2025, esto es, la víspera de cumplirse un año de la muerte de mi padre, el periodista y escritor José María Martí Font. No tengo intención de hacer aquí una declaración de amor filial, ni tampoco trazar de él una biografía al uso (que en su caso ocuparía un libro entero); más bien voy a dejarme llevar por la memoria e improvisar algunas notas breves y variopintas tanto de su persona como de su obra literaria y periodística.
Empecemos por el principio: nació en 1950, en Mataró, centro industrial venido a menos en la década de 1960. Su padre había sido un respetado fabricante del sector textil –¡dueño de Medias y Calcetines Goliath!–, con cientos de trabajadores a su cargo. Ahora bien, según mi padre, el sueño de mi abuelo había sido otro: hacer carrera como marino, llegando incluso a escaparse de casa para alistarse; pero su padre –mi bisabuelo–, por entonces alcalde de Mataró, recurrió a sus contactos en las altas esferas franquistas para devolverlo al redil.
En ese sentido, es posible que el espíritu rebelde de mi padre fuera la continuación del de mi abuelo, cortado de raíz. De hecho, la idea de romper con la tradición familiar a toda costa, crearse una personalidad independiente (y conscientemente antagónica a la de su progenitor), vivir a su aire, según un ideal propio, impregnó toda su juventud. Encontró la vía de escape en el movimiento underground barcelonés de la década de 1970, en el que participó activamente. Digo «participar» cuando tal vez debería decir «se fundió» o «cuajó», pues aquello más bien fue una confluencia de amigos movidos por el mismo afán de arrancarse el apretado corsé moral del catolicismo franquista y vivir de acuerdo con un ideal libertario y pagano.
Durante aquella época excepcional, aparte de fundar dos galerías de arte pioneras –la Galería G y la Mec-Mec–, escribió centenares de artículos para revistas de rock y otros medios alternativos. Pero mi padre era ambicioso y, a finales de la década de 1970, diluida la contracultura barcelonesa, decidió cruzar el charco en busca del amor (mi madre) y, por supuesto, de la aventura.
La odisea americana fue clave en la construcción de su personalidad. Primero residió en Nueva York, donde compartió un loft con los artistas catalanes Miralda y Muntadas. Solía contarme con cierta sorna que, en los primeros meses, sobrevivió a base de McDonald’s, y que su aspecto desaliñado espantaba incluso a los chulos del Bronx. No sé en qué preciso momento se desplazó a Los Ángeles, donde consolidó sus finanzas trabajando como periodista freelance para medios españoles, ávidos de entrevistas con estrellas de la farándula norteamericana (entrevistó, entre otros, a Michael Jackson, cuando este aún era miembro de los Jackson 5). En aquella ciudad se curtió como periodista y pulió su estilo, que era ágil, irónico, divertido y punzante. Hizo una escapada a México que le marcó toda la vida, pues ahí, en compañía de un chamán, se adentró en esas dimensiones paralelas inducidas por hongos psicotrópicos. Poco antes de morir, me hizo llegar un cuento sobre aquel «viaje», cuyo final reza así:
Nada está decidido, todo puede repetirse, se puede ser muchos y también otros. Se puede rebobinar la vida, dar marcha atrás y reencontrar algún punto decisivo para retomarla en otra dirección. El tiempo no ha pasado, es una entelequia, una trampa de dioses falsos.
En 1984, nací yo, naciendo así también mi padre como padre. Todos sus amigos coinciden en que se tomó muy en serio su nuevo papel, y aceptó un puesto fijo en el diario El País, en Madrid, con buen sueldo, pero ya sin la ancha y silvestre libertad de que había gozado en suelo norteamericano. Con todo, El País era en aquella época el periódico de referencia en España y se encontraba en su mejor momento, tanto en el aspecto económico como en cuanto a independencia e influencia cultural. Al parecer, mi padre se integró bien en la plantilla, supongo que por su don para contar historias insólitas, a un tiempo instructivas y amenas. Tuvo amigos por todo el mundo –aunque no fuera muy consciente de ello–, y, como buen periodista, supo tejerse una amplia y diversa red de contactos.
Paradojas de la historia, el azar jugó a su favor cuando, en 1989, en vez de enviarle a Moscú como corresponsal de la Unión Soviética, donde se esperaba el estallido de una rebelión o crisis estatal, el periódico le asignó la corresponsalía de la República Federal de Alemania (rfa), y la familia nos desplazamos a la pequeña ciudad de Bonn, a la sazón la capital de Alemania Occidental. Lo que en su momento se antojó como un paso atrás en su carrera, fue en el fondo un regalo del cielo, pues pudo cubrir in situ la caída del Muro de Berlín, la impensable (y, por tanto, mágica) desaparición de una macroestructura simbólica que dictaba el día a día de los ciudadanos alemanes, quienes de pronto se vieron libres de estatus y clase. Exultantes por el repentino vacío de poder, se abrazaban y bailaban al calor de una comunidad originaria o primitiva –el añorado Volk–, unida por una misma lengua. Así cuenta en su libro El día que acabó el siglo xx (Anagrama, 1999) el momento en que los primeros alemanes «libres» cruzaron al otro lado del muro:
Ordenadamente, en fila, sin aspavientos, empezaron a desfilar hacia la ciudad prohibida, hacia el paraíso, que de ser inalcanzable pasó a encontrarse a la vuelta de la esquina […] El futuro estaba por inventar. Se había acabado el siglo xx.
Pasada la euforia de la reunificación alemana, habiéndose deshecho «como un azucarillo el mundo que conocíamos», regresamos al cabo de cinco años (1994) a Madrid, y unos años después, a Barcelona, donde mi padre se incorporó a la delegación del periódico en Cataluña. En 2004, la fortuna volvió a sonreírle cuando le hicieron corresponsal de París, ciudad de la que se enamoró, y que recorría como un flâneur (figura con la que siempre se identificó). Su casa en la Rue de la Butte aux Cailles, cerca de la Place d’Italie, se convirtió en su centro de operaciones, desde donde cubrió, entre otras cosas, los terribles disturbios en la banlieu parisina, o el ascenso de ese pequeño Napoleón (si bien, ¿qué presidente francés no se considera en secreto Napoleón?) llamado Sarkozy.
De vuelta en Barcelona en 2009, trabajó como jefe de opinión y cultura hasta 2014, año en que se vio afectado por un despido colectivo, en plena crisis económica. Pero supo reponerse y se entregó al oficio de sus sueños: el de escritor. Recuperó ese espíritu callejero que había cultivado en París, y, como supo reconocer un amigo suyo, se fue convirtiendo poco a poco en un senyor de Barcelona, esto es, un ciudadano entregado al desarrollo ilustrado, equitativo y dinámico de la ciudad, cuyas grandezas y miserias se conocía al dedillo. En ese sentido, dedicó gran parte de su tiempo a reflexionar sobre ella, tanto a través de artículos (véanse, por ejemplo, los publicados en esta misma revista), como de charlas o entrevistas (aquí invito a escuchar las que realizó para Catalunya Ràdio a figuras como el arquitecto Oriol Bohigas o el editor de Anagrama, Jorge Herralde; todas pueden oírse en línea, en el archivo sonoro titulado Paraula enregistrada).
En su vejez, se fundieron esas tres facetas –instinto de periodista, flâneur y amigo de la ciudad– en la figura de un autor incisivo, curioso, penetrado de conocimientos del mundo, de lo universal a lo local, de lo político a lo social; un gran conversador que también sabía escuchar, ducho en distinguir a las personas íntegras y soñadoras de las embusteras o advenedizas. Los agitadores del mundo de la cultura y la literatura estaban al corriente de su valía, y uno de los que supo sacarle provecho fue el editor y periodista Félix Riera, con quien elaboró el magnífico libro titulado La España de las ciudades (EdLibros, 2017), que identifica el auge de las ciudades como entidades políticas en creciente competencia con las estatales; entre otras cosas, señala:
En el futuro ya no hablaremos de ciudades, ni tan siquiera de áreas metropolitanas, sino de regiones metropolitanas, incluso de redes de ciudades que tienen su propia dinámica por encima de la de los Estados.
El procés, esa guerra entre Estado español y estadillo catalán, pero también entre este último y la ciudad condal, la vivió con desazón. En otro de sus libros, Barcelona-Madrid, decadencia y auge (EdLibro, 2019), explica las razones del sorpasso madrileño; a saber, las trabas para articular urbanísticamente la Gran Barcelona, el equivalente a la actual megalópolis madrileña:
Barcelona se encuentra de nuevo encerrada por su muralla: los límites municipales que ni Franco ni Jordi Pujol quisieron derribar porque la querían pequeña.
Durante aquellos años de rapto nacionalista, cuando se le hacía irrespirable el clima político catalán, solía refugiarse en su casa de campo, en el delta del Ebro. Ahí disfrutaba de la naturaleza y del silencio de los olivos, o se juntaba con su gran amigo, Xefo Guasch, otro añorado barcelonés (fallecido solo dos meses antes que mi padre). Pero tan pronto había recargado fuerzas, volvía a la batalla; como me dijo en una ocasión, veía su vida como un intento de «llevar esa aguja que indica el volumen en un equipo de música a la linde entre la zona blanca y la roja». Siempre buscó ese equilibrio entre la paz interior que aporta la rutina (y que trae consigo el riesgo de amodorrarse), y la adrenalina propia de las zonas desconocidas (donde un paso en falso puede ser fatal).
Cuando enfermó de cáncer, se dedicó principalmente a los cuidados del cuerpo (entre ellos, evitar el dolor), tarea que describía como un trabajo a tiempo completo. Resistió unos tres años con admirable estoicismo. En el lecho de muerte, me pidió que le buscara por internet una canción que ni yo ni mis hermanos habíamos escuchado antes, y eso que, a lo largo de la infancia, nos regó los oídos con la música de sus ídolos, desde los Beatles, los Rolling Stones o Simon & Garfunkel, hasta compositores clásicos como Bach o Chopin. Pero en aquella ocasión, pidió una rareza: White Bird, del grupo It’s a Beautiful Day. El estribillo dice así:
White bird,
In a golden cage,
On a winter’s day
[…]
White bird must fly
Or she will die.
Pájaro blanco, en una jaula dorada, un día de invierno […] El pájaro blanco debe volar o sino ella morirá… Releyendo este breve resumen de su vida, me pregunto si era mi padre el que iba allá donde bailaba la libertad, o si era ella la que le buscaba. Cabe que fuera una atracción mutua.
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