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Todos las personas que han visto el cerebro humano en funcionamiento se han quedado extasiadas ante el número de neuronas existentes, cercano al número de estrellas en el universo, y conectadas entre sí por un increíble circuito de miles de millones de conexiones. De hecho, cada neurona parece compartir información con otras diez mil. A los más jóvenes esto no les parece nada extraordinario, cada mañana, cuando despiertan y miran su teléfono móvil ven miles de mensajes de otros tantos miles de amigos y desconocidos. Hay quienes reciben millones de mensajes. Es decir, están superconectados, posiblemente más que las estrellas. Es tal el afán de pasar información de muchos de nuestros jóvenes ─y no tan jóvenes─ que casi podríamos asegurar que es muy superior al íntimo deseo de transmitir información genética. Así pues, da la impresión de que es el cerebro de la nube el que parece ordenar y reorientar nuestros pasos por este mundo. Hemos pasado, pues, a tener dos cerebros. Ambos guardan imágenes y sonidos del pasado y presente, y se les puede preguntar sobre cómo será el futuro. Aunque, en honor a la verdad, hay que decir que la complejidad del cerebro humano es por ahora muy superior a la que posee la nube.
El cerebro de Hänsel y Gretel funciona de manera diferente al de los humanos. Nosotros lo sabemos bien. Aunque luego lo hayan hecho evolucionar y a día de hoy ya no esté a nuestro alcance conocer sus «poderes», lo hemos fabricado nosotros mismos. En lo que respecta a su cerebro, les introdujimos un computador cuántico que funciona a temperatura ambiente. Quiero dejar bien claro que Hänsel y Gretel no son cíborgs. Simplemente son robots inteligentes capaces de evolucionar por ellos mismos.
Hoy los hemos citado en el aula magna de la universidad para que expliquen a los estudiantes sus secretos. De entrada, aceptamos que no nos lo contarán todo, pero seguro que no defraudarán ni a los jóvenes universitarios ni a sus profesores. El llenazo del aula es descomunal, algunos dicen que es muy superior al que hubo cuando hace un siglo actuaron allí mismo The Beatles.
Hänsel y Gretel rehusaron sentarse e incluso ser presentados. «No hace falta —dijeron—. Todos ven claramente que somos distintos a vosotros.» «Fijaos —nos dicen—, hemos dicho “quienes” y no “que” al hablar de nosotros.» Se diría que leen nuestros pensamientos.
Su discurso, ayudado de imágenes holográficas que proyectan con sus dedos mecánicos y que dicen recuperar a cada instante del internet cuántico, empieza con una somera explicación de lo que es la superconductividad. Dada la naturalidad de su condición cuántica, lo hacen de forma muy sencilla y aclaradora. Es Gretel la primera en hablar: «Por los hilos metálicos que conforman nuestro cerebro circulan parejas de electrones. Estas no consumen energía para ir de un lado a otro, pues no encuentran resistencia alguna a su movimiento». «Tomando como modelo las conexiones neuronales humanas —continúa Hänsel—, vuestros profesores nos han montado unos circuitos en paralelo que conforman una estructura mucho más compleja que permite transmitir más información y con mayor rapidez. Eso nos hace poseer mentes no solamente más rápidas que las vuestras, sino también que las de vuestros ordenadores.»
En ese momento oí decir a un estudiante: «Estos tipos ─sean robots o nuevos seres─ no se cortan un pelo. Parecen supremacistas pertenecientes a una especie superior a nosotros, aunque reconozco —aclara para quedarse tranquilo— que no quieren humillarnos, sino tan solo mostrar su poderío». El rumor se extendió por toda la sala y las preguntas borboteaban a modo de torbellinos que se propagaban en todas direcciones. Rápidamente llegaron a oídos de todos, incluidos Hänsel y Gretel, quienes parecían disfrutar con la situación. ¿Lo habían previsto? En esas estábamos cuando un estudiante se encaramó de un salto a lo más alto de la sala, colgado a medias entre un ventanal y una repisa. Otros quisieron hacer lo mismo. Por un momento temimos lo peor: que hubiera una revuelta con violencia contra los robots. Ellos seguían sin inmutarse.
De repente y antes de que pudiéramos hacer algo que no fuera mirarnos, fue Hänsel quien empezó a proyectar en el espacio de la sala un posible final de los hechos que estaban aconteciendo. Todos vimos con claridad que los estudiantes deponían su actitud y poco a poco se rehacía la calma. Pero el caso es que todo ello no estaba ocurriendo todavía. Los jóvenes, más acostumbrados a las imágenes y su significado que nosotros, intuyeron que eran ellos los que acabarían por hacer lo que se proyectaba. Lo que presenciamos fue escalofriante: todos y cada uno de nosotros hizo lo que acabábamos de ver proyectado holográficamente por los dedos de Hänsel. Nos quedamos estupefactos. Hänsel y Gretel sabían lo que ocurriría con todos sus pormenores. Estaba claro que si nosotros no los habíamos dotado de esas capacidades tecnológicas, habían sido ellos mismos los que habían evolucionado a nuevos estados de su ser robótico.
Gretel adivinó nuestras preguntas cuando nos dijo entre suaves sonrisas: «No os preocupéis, no sabemos lo que ocurrirá mañana, pero sí somos capaces con ayuda de los nuevos avances en Inteligencia Artificial, de algoritmos, a fin de cuentas, con los que nos hemos dotado, de simular situaciones futuras totalmente determinísticas. El caos no lo controlamos, pero esta representación “teatral” ya la teníamos simulada. Hemos estudiado y memorizado miles de sesiones celebradas en esta aula magna. Gracias a esto, hemos podido ─con altísima certeza probabilística─ adelantarnos a todas vuestras reacciones».
Todos dimos por concluido el acto y empezamos a salir de forma ordenada, a pesar del enorme griterío que se había organizado. Lo ocurrido se propagó a modo de pandemia vírica por todo el edificio universitario. La transmisión corría de unos a otros a tal velocidad que nuestros ojos vieron en pocos segundos a cientos de jóvenes correr por la calle como alocados propagando la buena nueva. Nadie sabía qué se podía hacer, así que preguntamos a Hänsel y Gretel. Con voz grave y tono profético, Gretel dijo algo muy simple pero revelador de sus intenciones: «Es mejor conocer que sospechar». Así acabó todo. Al menos, así lo creí yo.
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