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Javier Tejada — Capítulo 19. El pensar humano

Rebecca Morgan©

 

Hoy en día, pensar en lo que fuimos y en lo que seremos es tarea crucial. Por eso, quisiera comenzar haciendo mías las palabras de Marie Jean Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet, científico, filósofo y político de la segunda mitad del siglo xviii: «El reino de la verdad se acerca; nunca el deber de decirla fue tan imperioso porque jamás fue tan útil».

Desde el punto de vista científico, todos los descubrimientos habidos en este campo han sido consecuencia del pensamiento abstracto. A fin de cuentas, la ciencia es un diálogo que se establece entre el científico y la naturaleza. Los pensamientos que se generan deben ser refrendados por hechos y experimentos, que también son fruto del pensamiento abstracto. Por ejemplo, comparemos las pesquisas que llevaron a Albert Einstein a la teoría de la Relatividad con las que realiza un perro para descubrir un explosivo. La diferencia fundamental entre los dos descubrimientos es su limitación en el tiempo y en el espacio. La teoría de la Relatividad es general, la conocerán y utilizarán futuras generaciones sin necesidad de una transmisión genética, mientras que el descubrimiento del perro desaparece con el perro y, por tanto, no es generalizable.

La generalización del pensamiento humano fruto de la evolución de miles de años de nuestro cerebro y de la red compleja de las conexiones neuronales establecidas nos lleva también a que podamos hablar una única lengua común que no es otra que la de las matemáticas bien llamada «lengua de la naturaleza» o «lengua de Dios», pues Dios habla en lenguaje matemático. El análisis de los datos experimentales también exige del pensamiento abstracto para la posterior creación de una teoría.

Comparemos nuestro pensamiento con el de una computadora. El de la máquina depende de cómo hayamos hecho nosotros las conexiones electrónicas hardware y de cómo hayamos realizado el soporte lógico software. Por consiguiente, su modo de operar es totalmente determinista. Nosotros, en cambio, desconocemos nuestro propio circuito electrónico, nuestro cableado neuronal o los códigos de elaboración de pensamientos. De ahí que no creamos en nuestros descubrimientos. Por eso, deben pasar siempre la prueba del algodón. Esto es, repetitividad, generalización y verificación experimental.

Así, los científicos hemos construido lo que podemos denominar «templo de la Ciencia», el «lugar» que cobija aquellos conceptos que cumplen tres principios: 1) Todas las salas y los pasillos implican un paso adelante en su diseño arquitectónico. 2) Todos los objetos que se encuentran en su interior deben estar ubicados en perfecta armonía para alcanzar la máxima belleza. 3) Todo nuevo descubrimiento debe poder ser nombrado y descrito por el lenguaje matemático.

Desde los primeros tiempos, intentan entrar en este templo objetos que no deberían; ¿cómo identificarlos? 1) Los objetos falsos no encuentran acomodo, no sabemos dónde colocarlos y a veces nos obligan a quitar objetos auténticos para encontrarles una ubicación. 2) No se pueden nombrar ni escribir con el lenguaje matemático. 3) No contribuyen ni a la belleza ni a la perfección del diseño del templo de la Ciencia.

Quizás la pregunta que debemos hacernos llegados a este punto es cómo sabemos que el fruto de los pensamientos que nos han llevado al descubrimiento son o no la realidad en la que vivimos. En mi opinión, creo que debemos seguir fiándonos del hecho de que nuestro cerebro es el fruto de una evolución de, más o menos, cinco millones de años. Se ha estimado que la red neuronal del cerebro humano está formada por unos cien mil millones de neuronas. Esta cantidad es muy parecida al número de estrellas de nuestra galaxia, la cual, por cierto, tenemos ya fotografiada, como también tenemos fotos de nuestro cerebro. Nuestra red neuronal posee una complejidad tremenda. Cada neurona se relaciona con otras diez mil, de modo que tenemos mil billones de conexiones interneuronales. Este enorme circuito eléctrico no puede estar escrito en los genes: únicamente una parte de estas conexiones está predeterminada genéticamente. Se dice que lo que somos se lo debemos a los genes solo en un 20%. El resto de las conexiones las hacemos gracias a nuestra educación, formación, cultura, alimentación… Es decir, debemos pensar que genéticamente somos libres y que casi todo depende de nosotros. La evolución de la complejidad de estas conexiones nos ha conducido a establecer nuevas sinapsis entre las diferentes neuronas y a fortalecer las preexistentes. Precisamente, la «memoria» se fundamenta en estas innumerables conexiones. De ahí la importancia de que no perdamos la memoria el debilitamiento de las conexiones neuronales, pues el 20% de carga genética sería pobre en conexiones neuronales y retrocederíamos en nuestra evolución.

El circuito nervioso del cerebro puede ser copiado en el proceso de enseñanza y aprendizaje entre un cerebro y otro. De esta forma, el circuito responsable del habla, de la cultura, de las creencias religiosas queda impreso de forma irreversible en nuestro cerebro desde nuestra infancia. En la edad adulta es cuando se forma y queda impreso en el cerebro el circuito neuronal responsable de nuestros conocimientos y habilidades profesionales. Pero es importante que tengamos claro que la parte del diseño final derivada de nuestras experiencias personales es irrelevante para la supervivencia de los humanos.

La muerte de los humanos actúa para limpiar la psicoesfera de la contaminación generada por aquellas experiencias personales sin importancia. Es una consecuencia directa del hecho de que, para la supervivencia de la humanidad, muchas ideas solo son necesarias durante un cierto tiempo. Aún más, la propia evolución de la humanidad conlleva la desaparición de ideologías cuando las considera anticuadas. Un ejemplo del mundo maquínico: la continua demanda de ordenadores y maquinaria informatizada ha conducido a muchas profesiones a un callejón sin salida.

¿Qué tiene que ver «el pensar» con «la consciencia»? La verdad es que posiblemente el primer pensamiento del ser humano haya sido preguntarse quién era: ¿qué idea tenemos de nosotros mismos y de nuestra situación?

Si reservamos el concepto de consciencia al conocimiento propio resulta que tanto los humanos como, por ejemplo, los perros tienen consciencia. El perro guardián es consciente de que es el protector de su amo y se identifica como el perro de su dueño. La diferencia reside más en la cantidad que en la calidad.

Podemos imaginar a nuestro cerebro como un universo paralelo con la misión de ayudar a la especie humana a sobrevivir. Por eso, no es descabellado pensar que la llegada de una nueva especie humana consistirá en millones y millones de procesos de desaparición y generación de nuevas sinapsis, antes de llegar a las conexiones neuronales que permitan el gran salto hacia adelante con la ayuda de la interacción cerebro-máquina.

Nuestra habilidad para entender la naturaleza está limitada por nuestro pensamiento, regido por la información que recibimos a través de los cinco sentidos. De hecho, el pensamiento en los humanos se produce por las imágenes que recibimos de niños, lo cual introduce limitaciones en nuestra interpretación de la realidad, en nuestra capacidad para pensar una nueva realidad y en la disposición de formar humanos con diferentes habilidades. ¿Nos llevará esto a un mundo más regido por la verdad de la ciencia?

Creo que no es exagerado decir que, desde un punto de vista biológico, nuestro cerebro ha ralentizado su evolución. Son los avances tecnológicos los que ahora juegan un gran papel en el proceso evolutivo. La nueva inteligencia que se generará será la responsable de pensar el nuevo mundo y el futuro de la humanidad. A finales de este siglo xxi, parece que conviviremos con robots tan inteligentes como nosotros. ¿Para cuándo nuestro estremecimiento con los terceros en discordia: los cíborgs?

Hace poco, éramos monos. Todavía nos falta mucho para alcanzar nuestro cenit como civilización.

 

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