“I only love my friends. I’m completely incapable of any other kind of love”
Hannah Arendt
Estos tiempos han puesto en evidencia tanto la necesidad como el deseo de transformar el presente por saber que no vivimos en el mejor de los mundos posibles. Desde nuestras ínfimas individualidades hemos sentido la imposibilidad de quedarse con los brazos cruzados ante un presente mutante que nos afecta y afectamos. Porque estamos metidas, nos guste o no, queramos o no, lo aceptemos o lo neguemos, lo veamos o lo ignoremos. La nueva normalidad socava por completo las relaciones sociales: encuentros con aforo limitado, desplazamientos circunscritos según fases y región sanitaria, teletrabajo preferente, no besos y no abrazos… Estamos sufriendo una crisis medioambiental, financiera, laboral, pero sobre todo, psíquica y emocional. Y ante este colapso psíquico y emocional, debemos ser capaces de dar con nuevas formas de relacionarnos -crear zonas de protección, amistades y vecindades- que pongan los afectos en el centro de estas transformaciones por hacer. Ya Baruch Spinoza centró gran parte de su filosofía en lo que podríamos llamar “política de los afectos” , o en otras palabras, en la esfera política como un terreno esencialmente pasional: las ideas –el mundo de la razón– necesita de los afectos para conseguir modificar y producir algo. “¿Es posible convertir a la multitud en una colectividad de hombres libres, en lugar de un conjunto de esclavos?” se preguntó Gilles Deleuze a partir de la relectura de éste casi cuatro siglos después. Bertrand Russell también advirtió de la importancia del amor recíproco y los afectos mutuos para una existencia feliz. Luego, Boltanski y Chiapello, o Remedios Zafra, Eloy Fernández Porta, Paul B. Preciado y Alberto Santamaría, a nivel nacional, han dado continuidad a esas inquietudes.
En el pequeño ecosistema que conforma el Artworld hemos aprendido a compartir más que los tiempos y los espacios estrictamente de trabajo (talleres, charlas, exposiciones; galerías o museos). El arte puede y debe tener un lugar central a la hora de producir y provocar imaginarios. Por eso, los que trabajamos en “esto”, deberíamos percibir nuestro trabajo como colectivo, como producción de esa comunidad de afectos. Sabemos que aquellos momentos al margen de lo meramente laboral, son tan importantes como los primeros. Muchas veces nos encontramos trabajando “entre colegas”. Los procesos artísticos implican un intercambio que va más allá de lo profesional. Entre un curador y un artista no se establece una relación meramente profesional. Es una relación que está antes y después de la profesionalidad. Defender este tipo de encuentros está en la base de nuestra práctica. Hay que implicar el cuerpo, implicar los cuerpos, mezclarnos entre nosotras, compartir y trabajar juntas. Este operar en común no es algo anecdótico, ni la mera consecuencia de un trabajo en equipo, es la base sobre la que debemos trabajar, el eje sobre el que debe pivotar toda nuestra práctica para alumbrar un pensamiento y un hacer colectivos.
Sabemos también que podemos ser un gremio salvajemente individualista -¡ese artista genio!, competitivo -premios, convocatorias, becas- y piramidal -con sus listas y rankings-. Por eso, a la frialdad y arbitrariedad de los “compañeros de trabajo”, debemos oponer la calidez y elección de la amistad. A la ponderabilidad de la “meritocracia”, debemos oponer la inconmensurabilidad del afecto. No debemos esconder el hecho de que trabajamos con amigas, de que en los proyectos que nos surgen, preferimos implicar a amigas. Seguramente se nos acuse de “falta de profesionalidad”. Y exactamente a eso nos referimos: “falta de profesionalidad”. Porque el arte no puede reducirse a una profesión. Otra cosa son la prevaricación, el nepotismo, el enchufismo, las convocatorias públicas dictadas a medida o los nombramientos a dedo, malas prácticas que se sitúan en el extremo opuesto de las relaciones de amistad, de las redes de afectos, o del colegueo si se quiere.
Hablamos entonces de complicidad, de colaboración, de redes que debemos cuidar y que deben abrirse y ampliarse continuamente hasta tejer una red transversal, universal, una red donde los papeles se desvirtúan (¿quién es artista? ¿quién comisario? ¿quién escritor? ¿quién galerista?). Las potencialidades que surgen gracias a colaborar y cooperar entre amigas sobrepasan por mucho los peligros y riesgos que se podrían derivar. De este modo, lograremos las garantías para trabajar en condiciones, para asegurarnos el beneficio de todas y no solamente de unas pocas; así lograremos contrarrestar la competitividad a la que nos empujan los premios y las convocatorias; así podremos huir de la endogamia y buscar la hibridación para construir una red de apoyo estable que nos sostenga y haga frente a la incertidumbre; un estar y un formar parte que -al margen de cualquier asociación formal, sindicada- tenga en cuenta no solo cuestiones profesionales sino también los afectos, los cuidados, los deseos y los dolores.
No se trata de un quid pro quo. Quizá todo funcionaría mejor si todas actuáramos como en Pay it Forward (en España traducida como Cadena de favores), película mala malísima protagonizada por un Haley Joel Osment post Sexto Sentido que como respuesta a una tarea escolar propuesta por su profesor -el ahora caído en el ostracismo Kevin Spacey- propone lo siguiente: él hará una acción que ayude a tres personas, a su vez, estas tres personas realizarán también tres favores de modo que la cadena de ayudas y cuidados se extienda infinitamente. O, en palabras de Brigitte Vasallo en Pensamiento monógamo, terror poliamoroso, “la ética del cuidado propone una perspectiva distinta al dar y tomar y, más allá de la simetría de la deuda, tiene en cuenta las necesidades de cada cual en su momento y en su contexto”. Es decir, debemos poner la vida (y no el arte) en el centro.
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Gisela Chillida és historiadora de l’art i comissària independent
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