En la última década, el mundo laboral ha sufrido un auténtico viraje. Nos encontramos ante el auge del trabajo en plataformas, un fenómeno global capitaneado por las transformaciones cibernéticas y tecnológicas que da lugar a negocios cada vez más dependientes de la tecnología de la información, los datos e Internet. Estamos en la era de lo que se ha llamado gig economy, la “economía de los bolos” o “economía de los pequeños encargos”. Esto es, un mundo de trabajos esporádicos encadenados donde el empleo asalariado tal y como lo conocíamos hasta ahora parece condenado a desaparecer. Las nuevas modalidades de trabajo vienen a presentarse como ejercicio de mayor libertad. Ya no soy un mero empleado sino un “emprendedor”, “soy mi propio jefe”, un trabajador con autonomía que decide cuándo y cuánto trabaja, que explora y saca partido a sus potencialidades, que elige en qué proyectos se quiere involucrar. Pero la supuesta posibilidad de organizar nuestro trabajo alrededor de nuestras vidas y no al contrario no es más que una estrategia neoliberal que quiere convencernos de que somos los responsables últimos de nuestro éxito o fracaso. A la práctica, la flexibilidad se traduce en imposibilidad de planear a largo plazo. Poder elegir el cuándo y el cuánto trabajamos deriva en la obligación de estar disponible las 24 horas del día. La eventualidad se convierte en desprotección total ante circunstancias que obligan al cese de la actividad.
Economía colaborativa, participativa, o compartida; economía a demanda o de acceso; economía entre pares o de particular a particular. Collaborative, sharing, access, on-demand o peer to peer economy, en sus más extendidas voces anglosajonas, responden a términos que aunque no equivalentes vienen a designar un nuevo paradigma basado en la economía digital y los intercambios en red. Uber, Deliveroo, Wallapop o Airbnb, entre muchas otras, se han convertido en epítomes de estos nuevos modelos de negocios que desde una posición intermediaria tendente a la práctica monopólica (“the winner takes it all”) se caracterizan por la inmaterialidad del trabajo y del producto de trabajo, el abaratamiento de las actividades, el rápido crecimiento y el financiamiento cruzado. Este sector, hoy por hoy el más dinámico de la economía contemporánea, no supone un salto a nivel tecnológico ni introduce grandes cambios, simplemente se aprovecha de las posibilidades que ofrecen los nuevos dispositivos electrónicos y su estructura en red.
Algunas ideas en las que se basan estas empresas pueden parecer que florecen del deseo de compartir o de dirigirnos a modelos más sostenibles pero la realidad es que muchos de estos modelos solamente funcionan en un contexto de recesión. Las falsas economías compartidas son la respuesta a la falta de empleo de calidad. Ante empleos asalariados cada vez más precarios, son muchos los que se ven empujados a aceptar este tipo de trabajos, bien como complemento al salario principal, bien como una de las varias maneras de generar ingresos. Ser rider para Deliveroo o driver para Uber puede no parecer una mala jugada. Esta misma situación de escasez que deriva en la necesidad de generar “dinero extra”, nos lleva como propietarios a tener que sacar el mayor rendimiento de todos nuestros bienes. Alquilar nuestra casa o habitación durante unos días, compartir coche o deshacernos de aquellos objetos que ya no utilizamos puede suponer ese extra que compense la escasez e irregularidad de ingresos. Como compradores, el pagar menos es a veces la única manera de poder acceder a un bien o a un servicio. Airbnb es la alternativa barata a un hotel. Blablacar es una manera mucho más económica de viajar. En Wallapop podemos encontrar productos de segunda mano a precios mucho más ajustados. Uber dice ofrecer precios más competitivos que los taxis tradicionales.
Debemos distinguir claramente los auténticos modelos de economía colaborativa de aquellos que no lo son. Al lado de organizaciones horizontales que suponen una verdadera alternativa, encontramos iniciativas que dicen funcionar a través del trabajo colaborativo pero que son una mera excusa para camuflar un sistema abusivo donde el empleador apenas tiene responsabilidad sobre el “empleado”. El trabajador, que únicamente puede vender su fuerza de trabajo, se ve obligado a multiplicar las horas, a renunciar a los descansos… Si se analizan las condiciones laborales a las que se ven sometidos los llamados “contratistas independientes”, rápidamente vemos que poco queda de los derechos que tiene un trabajador asalariado.
La fórmula mágica no es otra que minimizar los gastos fijos. El trabajador aporta los conocimientos y los medios (sean estos ordenadores, coches, bicicletas, teléfonos móviles…). Por el contrario, estas plataformas virtuales pueden ahorrar alrededor de un 30% de los costos laborales gracias a unas formas de contratación hiperflexibles e irregulares que les permiten no tener que hacerse cargo de horas extra, ni bajas, ni despidos, etc. Muchas veces se etiquetan como economía colaborativa arguyendo que los medios de producción no pertenecen a la plataforma sino a los “trabajadores”. Uber, la empresa de taxis más grande de todo el mundo, no es propietaria de ningún vehículo. Del mismo modo, Airbnb no es dueño de ninguna vivienda ni Deliveroo es productor de los platos que ofrece. En el capitalismo digital, ya no importa quien es el dueño de los medios de producción, sino quien es propietario de la información, quien tiene la capacidad y las infraestructuras para capturar, almacenar y analizar los datos necesarios para que pueda operar.
Uno de los grandes desafíos que plantea el trabajo digital es el de encontrar un marco legislativo justo. Es imperativo que los gobiernos actualicen las leyes laborales teniendo en cuenta la nueva coyuntura. Necesitamos una ley acorde con las relaciones laborales surgidas de estas nuevas plataformas. Seguramente, dado que basan su expansión precisamente en la explotación de los contratistas supuestamente independientes, éstas no sobrevivirán si se otorgan a los trabajadores los derechos básicos. Pero no se trata de proteger a las empresas, no cuando siguen un modelo tóxico. Se trata de garantizar los derechos de quienes trabajan.
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Gisela Chillida és historiadora i crítica d’art
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