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Gisela Chillida – Barcelona, ciudad de vacaciones

El debate del turismo, otrora omnipresente, ha caído en el más profundo ostracismo. “Proceso” a un lado, el barómetro semestral de junio de 2017 mostró que lo que más preocupaba a los barceloneses era la masificación turística: el 19% de los encuestados respondieron que era el problema más grave al que se enfrentaba la ciudad. De este modo, por primera vez, pasaba a ocupar la primera posición, bastante por encima de la segunda (las condiciones laborales, 12,4%) y tercera (el tráfico, 7,0%). Pese a que desde verano han pasado muchas cosas y el barómetro semestral de diciembre seguro que traerá unos resultados sustancialmente diferentes, el turismo sigue siendo una asignatura pendiente que no podemos dejar para setiembre.

No hace tanto que hordas de turistas dispuestos a entrar en proceso de osmosis con Barcelona paseaban por el centro de la ciudad y copaban cualquier edificio ligado a la marca “Gaudí”. Los barceloneses nos mostramos claramente hartos de su omnipresencia. Algunos lo llamaron turismofobia. Estar contra el turismo no es una fobia, las fobias son irracionales, el rechazo a la turistificación masiva no.

En 2016, Barcelona fue la 12ª ciudad más visitada del mundo y la tercera de Europa, solo superada por Londres y París. Con un millón y medio de habitantes, recibió más de 30 millones de turistas. Los destinos más emblemáticos fueron también hostigados por la sobreocupación: 4,5 millones de personas visitaron los adentros de la Sagrada Familia, aunque según un estudio del Ayuntamiento de Barcelona, el 80% de los turistas que van a la Sagrada Familia solo la admiran desde fuera. De este modo, se estima que este monumento ha atraído alrededor de 20 millones de personas.

El pasado verano barcelonés fue además bastante movidito: huelgas de celo en el aeropuerto del Prat que provocaron colas de cuatro horas e hicieron que miles de personas perdieran sus vuelos; huelgas de taxis y de metro que convirtieron los desplazamientos en un auténtico viacrucis… y luego el fatídico atentado del 17 de agosto.

Por áquel entonces, Barcelona clamaba “el turisme mata la ciutat”, “Gaudí hates you” o “Parad de destrozar nuestras vidas”. A finales de julio, tres activistas del grupo Arran pincharon las ruedas de un “Bus Turístic” y graffitearon “el turismo mata a los barrios” en el vidrio delantero. Otros mensajes anónimos aparecieron en lugares hostigados por el flujo continuo de visitantes “Querido turista: ¡el balconing es divertido!” duró apenas unas horas en las escaleras de acceso al Park Güell y la pintada “¿Por qué llamarlo temporada turística si no podemos dispararles?” apareció cerca pero fue rápidamente borrada dada su explicitez.
El hashtag #CapMésEstiuComAquest sirve todavía para señalar actos de incivismo perpetrados por turistas.

Nos quejábamos insistentemente de los alquileres vacacionales y su consecuente subida del precio de los pisos, del impacto medioambiental de las decenas de cruceros que atracaban a diario, de los miles de personas ocupando calles aledañas a la Sagrada Familia u otros spots y la imposibilidad de conjugar esa ocupación del espacio público con las actividades cotidianas de los vecinos, del trabajo temporero y precario que conlleva una economía basada en algo tan fluctuante… Ese evidente malestar exigía un nuevo rumbo en la gestión del turismo.

Para poner freno a la turistificación, el Ayuntamiento de Barcelona aprobó el enero pasado un plan estratégico donde detallaba la hoja de ruta a seguir hasta 2020. Diez programas y treinta líneas de actuación que buscan una mejor gestión del turismo a través de cinco marcos de actuación: sostenibilidad, responsabilidad, redistribución, cohesión e innovación. En esta lucha Barcelona no está sola y se suma a otras capitales europeas como Roma o Reykjavik que han comenzado a tomar medidas para acotar el turismo de masas y evitar lo que se ha llamado “Síndrome de Venecia”.

Cuando el turista llega en crucero y no pernocta en la ciudad o llega pero duerme en un apartamento ilegal, cuando el turista se hospeda en cadenas de hoteles y come en restaurantes con trabajadores mal pagados, cuando los únicos pequeños comercios en los que compra son las tiendas de souvenirs, cuando el lugar más visitado es una institución privada que no paga impuestos, ¿dónde está el beneficio para la ciudad?

Los turistas no somos otra cosa que vendedores de enciclopedias que pican a tu puerta sin que nadie los haya invitado. Y como en Bienvenido Mr. Marshall, llegamos, pasamos y nos vamos. Generalmente se acusa al turismo de borrachera. Puede que en la pirámide turística se encuentre en el último eslabón, pero el turismo de lujo y el turismo “mainstream” enriquecen igualmente a unos pocos mientras el grosso de los barceloneses sigue condenado a un sueldo mísero en comparación con Europa. Y además se les exige idiomas y formación superior, lo que produce un “decalage” entre las capacidades del trabajador, el empleo desarrollado y la retribución económica recibida. Existe lo que podríamos llamar una inflación laboral que tiende a pedir una preparación muy por encima de la realmente necesaria.

Está claro que Barcelona no necesita el turismo, al menos no del tipo que hemos sufrido estos últimos años. Los alquileres suben, el trabajo termina en septiembre, los guiris se van, pero la contaminación se queda. Sin caer en debates maniqueos, no se trata de ser apocalípticos o integrados sino de ser conscientes de sus implicaciones y de la necesidad de lo que podríamos llamar una ética del turista.

Estamos una burbuja turística mundial que nos estallará en las manos. La turistificación masiva es un problema global con un impacto directo local, por eso, gestionar la actividad turística debería estar en los primeros puntos de la agenda europea. Las medidas del Ayuntamiento son muy necesarias, pero de no afrontar el problema desde Europa, poco va a cambiar. La educación debe empezar en el país de origen y no en el de destino. Como señaló Clifton Fadiman “cuando viajas, recuerda que los países extranjeros no están diseñados para que te sientas cómodo. Están diseñados para que su propia gente se sienta cómoda”.

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Gisela Chillida és crítica d’art i comissària independent.

Published inARTICLES DE TOTS ELS CICLESCiclesConstrucció i cansament a la Barcelona cultural

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