Superamos década. Y con ello, inevitablemente hilvanamos pasado-presente-futuro. ¿Qué mejor momento para pensar el tiempo histórico? Esto es, ¿cómo nos acercamos a los fantasmas de la tradición? ¿De qué modo debemos lidiar con el acervo común? ¿Qué mejor momento, entonces, para replantearnos la tarea del historiador del arte? Ese sujeto que trabaja con artefactos del pasado, con la memoria y el olvido, con lo que dejaron las generaciones anteriores, ese sujeto que mira al pasado mientras se dirige al futuro. Por que, ¿sigue vigente la disciplina?¿Puede la historia del arte aportar todavía algo?¿O se disuelve en medio de los estudios visuales y los estudios culturales? Está claro que necesitamos un historiador del arte comprometido con su tiempo, un historiador que ante todo reivindique su vigencia, una historia del arte que se repiense a sí misma revolucionariamente.
La historia del arte no puede empezar con “Érase una vez”. No importa en qué orden sucedieron las cosas. La historia del arte no se mueve por la ley de causa y efecto. La tradición no es una carrera de relevos. La linealidad y la secuencialidad son una mera ordenación (¿práctica?), pero en ningún caso es ésta la que las dota de verdadero sentido. Hay que tocar la historia a contrapelo -nos recuerda Walter Benjamin- y no pasar por ella como si fueran las cuentas de un rosario. Por eso la historia comienza “en medio de”, no hay fin ni comienzo. Igual que en los recuerdos, las cronologías colapsan y se confunden, el tiempo se desarticula. Los anales de la historia han caído al suelo, los pliegos se han deslomado, las páginas se han desordenado. ¿Cómo no perderse entonces en el auténtico mar de datos -de imágenes, de objetos, de artefactos- que es la historia del arte?
El historiador trabaja con materiales que vienen del pasado pero que no pertenecen únicamente a éste sino que imbrican a todos los tiempos. Hay en las obras de arte relevantes una fuerza retroactiva que se proyecta en nuestro hoy. “Las grandes obras esperan”- ya advirtió T. W. Adorno en Teoría estética-. Así, las obras de arte conforman constelaciones. Miles de kilómetros nos separan, pero su luz nos alcanza aunque puede que ya estén muertas. Saber a qué distancia se encuentran, cuál es su masa, conocer sus órbitas y estructuras es trabajo del astrónomo. Pero el historiador del arte debe ser oráculo. Y aunque podemos establecer constelaciones, no debemos olvidar que al cielo poco le importan. El universo no entiende de constelaciones, somos nosotros quienes les damos forma y nombre, y es nuestra mirada la que reconoce la Osa Mayor, Orión o Androméda. Pero lo cierto es que Las Pléyades dicen tanto sobre el universo como sobre la manera en que lo miramos. Y aunque las estrellas siempre permanecen ahí, solo las noches oscuras nos permiten divisarlas. Por eso, escribe Walter Benjamin, “al pasado solo puede retenérselo como imagen que relampaguea”. Así, “articular el pasado no significa conocerlo “tal y como verdaderamente fue (…), significa apoderarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro”. Los artefactos culturales siguen vivos, mutantes, en constante transformación. El cielo de hoy no es el de ayer ni el de mañana. Para el historiador del arte nunca hay resolución.
Por eso necesitamos una historia del arte en movimiento. “Se escribe la historia, pero siempre se ha escrito desde el punto de vista de los sedentarios”- defienden Deleuze y Guattari en Rizoma. Necesitamos una historia del arte nómada, que se actualice en cada instante. Una historia del arte paratáctica e hipertextual, escrita como notas a pie de página, parergas, pasquines, opúsculos, legajos, pies de foto, twitts, posts…
Hay que ir hacia una historia del arte socialmente comprometida, crítica con el propio mundo material que la rodea. Pero el historiador no es un mero lector de hechos. El historiador del arte es un montador. Su función es activa. El verbo no es interpretar sino modificar, afectar. A diferencia de otro tipo de artefactos, las obras de arte han sido elegidas (por el hombre o por el tiempo) como representantes y testigos de algo más. El museo, la academia, el mercado, es la historia de los supervivientes, de los que lograron vencer a su tiempo y al paso del tiempo. Son siempre las historias de los grandes nombres, de las grandes cifras, de los grandes genios. A estas tres historias, le falta la más importante: la historia del arte patológica, elíptica, rizomática. Una historia sin nombre. Una historia que no establezca genealogías sino que experimente con cruces genéticos. Parafraseando a Nietzsche, “necesitamos la historia del arte, pero la necesitamos de otra manera”: “necesitamos la historia para la vida y la acción”. Una historia del arte “intempestiva, es decir, contra el tiempo y, por tanto, sobre el tiempo y, yo así lo espero, en favor de un tiempo venidero”.
*
Gisela Chillida és historiadora de l’art i comissària independent
Be First to Comment