“Caminar no es solo estar en el mundo, es estar en él de forma interrogante; caminar es cuestionar el estado del mundo, es sopesar lo que puede ofrecer a los hombres que están en él, caminar es una experimentación del mundo y de sus valores” escribe Sophie Bessis en Occidente y los otros: historia de una supremacía.
Walter Benjamin nos descubrió en el paseante Baudelaire la figura del flâneur, ese explorador urbano que vagabundea por las calles sin rumbo fijo. Los surrealistas, dadaístas y, en particular, los situacionistas experimentaron con derivas extrañas por periferias y pueblos. Guy Debord propuso un desplazamiento lúdico-constructivo “ligado indisolublemente al reconocimiento de efectos de naturaleza psicogeográfica”.
El paseo ha sido fuente de inspiración literaria y filosófica. Rousseau y sus Ensoñaciones de un paseante solitario, Williman Hazlitt con Dar un paseo o Henry Thoreau y Caminar, también El hombre de la multitud de Allan Poe, Kafka y El paseo repentino o Virgina Woolf con Ms Dalloway. Y, por supuesto, El Paseo de Robert Walser. Andar puede formar parte de la práctica artística, como en el caso de Richard Long, Robert Smithson, Yoko Ono y Vito Acconci, entre muchos otros. O, Esther Ferrer y Fina Miralles. Ocupar las calles puede ser también un acto de protesta, de las marchas del 68′ a Reclaim the Streets.
Callejear es subversivo. Cuando nos desplazamos por el espacio público lo hacemos siempre con un objetivo concreto. Es un movimiento utilitario. Vamos de A a B. O puede que forme parte de nuestra rutina de ejercicios o de un momento de esparcimiento, ya sea en forma de running o de paseo dominical burgués. El recorrido debe tener algún valor añadido, si no responde a una necesidad de desplazamiento de un punto hacia otro, debe formar parte de nuestra ejercitación corporal. Pero alguien que deambula sin un objetivo ni fin fijos es sospechoso. Somos transeúntes programados para movernos por un mundo previamente trazado. Por eso, andar es sobretodo una forma de resistencia política. Practicar el caminar improvisado, libre, autosuficiente cuestiona los códigos cotidianos existentes. Andar también es peligroso porqué no exige ningún saber, ninguna habilidad. No requiere dinero, solo pide tiempo. De aquí su desafío a la lógica capitalista del tiempo=dinero.
El urbanismo diseña la ciudad segregando y jerarquizando. Su arquitectura es estandarizada, globalizada, estática. Frente a esta alienación, la deriva propone una nueva relación con nuestro entorno físico inmediato. Si el urbanismo es ante todo planificación, la deriva es azar e improvisación. Cuando simplemente deambulamos, estamos participando de una experiencia revolucionaria. Desafiamos la normativización y la regulación urbana. Transformar los espacios urbanos puede ser complejo, flexibilizar el uso que hacemos de ellos depende de nosotros. La planificación urbana “formula todos los problemas de la sociedad en cuestiones de espacio” -advierte Lafevbre en El derecho a la ciudad- “la noción de espacio es la que se sitúa en primer plano, relegando al olvido el tiempo y el devenir”. Subvertir esta preeminencia espacial pasa por tácticas que prioricen el tiempo.
En un mundo global en el que podemos viajar tan lejos como queramos, las cuestiones, de identidad y alteridad, de reconocimiento y desconocimiento no tienen nada que ver con cuestiones de lejanía y cercanía geográficas. Nuestra propia ciudad está llena de “afueras” que desconocemos. La vida de barrio tiende a centralizar y monopolizar nuestras actividades. Como nos recuerda Guy Debord en Teoría de la deriva (1958), en su estudio sobre Paris et l’agglomération parisienne Chombart de Lauwe ya señaló que, como individuos, acotamos nuestros desplazamientos a un “cuadrado geográfico sumamente pequeño”. Solemos conocer “nuestro barrio”, en el que vivimos, en el que trabajamos, también el de los lugares de ocio, allí dónde vamos a comprar o a satisfacer nuestras necesidades lúdico-culturales. El resto permanece como un perfecto desconocido. Sarrià y el Raval están tan desconectados como Barcelona y Pakistán.
La deriva propone un conocimiento sensible y emocional, una forma de aprehensión experimental y procesual que nada tiene que ver con un saber científico cuantificable y ponderable. En realidad, cuando hablamos de caminar como acto de apropiación urbana estamos hablando de contacto (con la ciudad) y de choque (con lo extraño). Si los proyectos urbanísticos perpetúan las relaciones de poder, el uso afectivo del espacio público abre la puerta a su transformación futura a través del juego, la improvisación, la reunión, la lucha. La relación afectiva con el espacio inmediato permite cambiar el consumo por la consciencia, la pasividad por la acción, la inmovilidad por la transformación, el uso por la participación.
Se acercan las vacaciones y sentimos la necesidad de viajar, de descubrir lugares, de acercarnos a otras culturas… Pero, por favor, no viajen. Quédense y salgan de excursión por Barcelona, aprovechen para deambular por recovecos urbanos y descubrir la riqueza de un territorio que podemos recorrer a pie. Derivar por nuestra ciudad puede provocar un dépaysement (desorientación) superior a cualquier viaje a tierras lejanas. Cuando decimos “guiris go home”, habría que añadir, “barcelonins, quedeu-vos!”. Perderse en la propia ciudad es un ejercicio absolutamente necesario.
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Gisela Chillida és crítica d’art i comissària independent.
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