Barcelona no es lo que era. Aquella ciudad iluminada por el diseño, que cuidaba su imagen, que encontraba la forma de crear una estética bien pensada, aunque fuera con una farola o un container de basura, esa urbe valorada en el mundo por su armonía pierde fuerza a pasos agigantados en pro del desorden y la poca calidad.
La estética es algo que se cultiva desde niño. Los barceloneses han crecido, sobre todo los chavales del Eixample, envueltos de un orden espacial que ya les gustaría a muchas ciudades. El diseño de Ildefons Cerdà que priorizaba espacios abiertos, seguridad en la movilidad, aceras amplias y todo tipo de inventos que hacían más sencilla la vida de sus habitantes es una componente que los barceloneses tienen sin percatarse.
Es ese uno de los motivos por el que la ciudad ha generado tantos urbanistas, arquitectos o diseñadores a los que no les hacía falta viajar por muchas ciudades del mundo. La suya ya era merecedora de estudio.
Y así, mientras que a finales del siglo XIX, principios del XX, se proyectó una ciudad con las firmas de Antoni Gaudí, Lluís Domènech i Montaner o Josep Puig i Cadafalch, maestros del espacio y la luz, y ello condujo a una nueva generación de constructores de ciudad como el llamado grupo R compuesto por nombres propios como Oriol Bohigas, José Antonio Coderch, o Antonio Moragas que a la vez impulsaron en los 80 a otros arquitectos como Ricardo Bofill, Enric Miralles, Jordi Garcés o Rafael Moneo, que se convirtieron en aquellos años de apertura en organizadores del espacio, ahora la decadencia por la estética nos ha conducido a situar trozos de cemento armado en las calles como elementos de mobiliario urbano para ampliar los espacios abiertos de los bares.
Esta larga frase que les acabo de obligar a leer, algo avergonzante por su extensión y resumen superficial de un siglo, demuestra que la excelencia en la organización del espacio que siempre ha perseguido Barcelona ha caído en una rutina insultante dónde lo estético y de calidad es poco menos que fascista, retrogrado, digamos que hasta racista por utilizar los tópicos contemporáneos del rechazo.
La fuerza de Barcelona en el mundo del diseño, aunque en bajada libre, mantiene sólo el nombre. No existe contenido alguno merecedor de interés. Y a pesar de que hay despachos de arquitectos que logran grandes contratos internaciones como pueden ser RCR Arquitectes, equipo formado por Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramón Vilalta, o Enric Ruiz Geli, y otras exitosas experiencias, ninguna de ellas ayuda a resucitar la denominada marca Barcelona como capital del diseño.
Hubo un tiempo en que sólo la descripción de la palabra de la ciudad evocaba “disseny”. Una expresión que muchos ciudadanos del resto del Estado pronunciaban de forma literal, con “fonía” castellana: “Diseni”.
Con esa fuerza, el Ayuntamiento de Barcelona hubiera podido convocar sin excesivos esfuerzos un concurso de ideas, local o hasta internacional, sobre la forma de actuar desde un punto espacial con esos nuevos lugares a ocupar en la vía pública por bares y restaurantes.
Hubo un tiempo (reitero) que no se inauguraba un nuevo bar que no aportara algún detalle nuevo en las formas del renovado diseño barcelonés. De no verse forzado a un replanteamiento del interiorismo, el local estaba llamado al fracaso. Hasta los lavabos eran espacios para mostrar el nivel de estética desarrollada. Como aquellos del Nick Habana. Eran punto de encuentro por su originalidad que atraían a mujeres y hombres, sin miramientos con el sexo situado en la puerta.
El ordenamiento por el que apuesta el Consistorio de Ada Colau que pasa por liberar la ciudad de coches y contaminación, por otro lado, lógico, no debería ir en retroceso de lo estéticamente pensado. Las ciudades necesitan tesis. Barcelona, también. Por ello, es preciso un planteamiento intelectual que organice obligaciones, contemporaneidad, belleza y calidad en los materiales. Y eso no lo representan las moles de cemento armado pintados de amarillo zumbón, sino todo lo contrario.
Tras el shock mental que ha supuesto la pandemia, las oportunidades se abren a cualquier locura. De la misma forma que la Barcelona de los 80 se liberó del gris de una ciudad todavía convulsionada a causa del franquismo, este es un momento para buscar la reinvención del espacio público, en la calle y en interiores. Pero con criterio estético y de calidad.
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Álex Sàlmon és periodista, analista a Catalunya Ràdio, Tv3, TVE i Ràdio 4. Professor de periodisme a la UAO i a la UIC.
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