… (Leex aquí la primera parte del artículo)
Nos hemos conformado con un presente precario mientras imaginamos un futuro siempre mejor. Pero día a día la precarización nos ahoga y nos obliga a decidir entre independizarnos o seguir produciendo, entre participar en otra exposición sin cobrar honorarios o pagar facturas prosaicas, entre una compensación simbólica por un trabajo que “nos llena” o una compensación económica por un trabajo alimenticio que nos asegure llegar a fin de mes sin preocupaciones. La presión que supone estar perpetuamente en la incertidumbre afecta directamente a nuestra salud (mental). Alain Ehrenberg llama “enfermedad de responsabilidad” cuando nos culpamos de nuestro propio fracaso. En realidad, aquello que experimentamos como frustración y fracaso individuales responde a un problema endémico. No somos nosotros quienes no funcionamos, es el sistema. Por eso, antes de todo, deberíamos, como bien supo ver Isabelle Loreley, “reconocer que la precarización es un fenómeno gubernamental neoliberal estructural que afecta a la sociedad entera y que en pocos casos se basa en la libre decisión” [1].
Parece que realizamos un trabajo vocacional que nos realiza, aunque a la práctica este termina también por convertirse en alienante en el momento en que resulta imposible vivir de ello. ¿Cuánto tiempo puede durar el entusiasmo? ¿cuántos trabajos precarios es capaz de soportar nuestra vocación? Una vez iniciado el camino parece difícil la marcha atrás. Tantos trabajos pobremente remunerados, tantas horas dedicadas a proyectos, tantas ilusiones vertidas… Todo parece la última prueba de fe. Queremos pensar que cada trabajo precario será el último, que éste será (¡este sí!) el que nos dará las credenciales definitivas para que a partir de ahora cualquier propuesta que nos llegue sea remunerada de manera justa. Al final del túnel vemos un contrato fijo
La gran mayoría, aún pasados los treinta, seguimos sin apenas poder hacer planes personales a dos años vista: ¿hipoteca? ¿hijos?… Vivimos una “vida perpetuamente pospuesta”, en palabras de Remedios Zafra, donde los planes personales se posponen sine die. Existe un decalaje entre méritos y retribuciones económicas. Los premios, becas y exposiciones entran siempre a un ritmo mayor que el dinero. El CV se va llenando, pero la CC apenas se mantiene. La visibilidad es constante pero la estabilidad económica parece inalcanzable. Conseguir que nuestros trabajos sean remunerados pasa por demostrar que somos realmente merecedores de esa remuneración. Ante un enjambre predispuesto a trabajar sin cobrar, nuestro estipendio debe estar justificado. Para quien paga, nuestras horas son una inversión, por eso mismo, debemos demostrar que nuestro trabajo vale dinero. De lo contrario se entiende como un quid pro quo donde intercambiamos visibilidad por reconocimiento.
Lo más alarmante es que estas prácticas -la flexibilidad horaria, la falta de continuidad en los proyectos, la indeterminación de las tareas, la nimiedad o ausencia total de remuneración- están totalmente anquilosadas. Demostrar que podemos hacer mucho con poco se ha vuelto en nuestra contra. Como un boomerang, se acerca a velocidad de crucero y amenaza con decapitarnos. Precariedad es el buzzword, pero no deberíamos hablar de trabajo precario sino directamente de explotación laboral. La palabra precariedad no es más que un eufemismo que hace recaer el peso en las consecuencias de esa explotación y no en las causas.
Como revela María Ruido en Mamá, quiero ser artista [2], quizá el origen de tanta explotación sea “nuestra inconsciencia como trabajadores”. “Una idea -continúa- acentuada por la construcción profundamente arraigada del demiurgo romántico, desclasado y saturniano, demasiado individualista para mirar a su alrededor, perpetuada y acentuada por el imaginario mediático hasta nuestros días”. El reconocimiento, la visibilidad, la experiencia, la realización personal o hasta los followers y los likes, NUNCA deberían ser sustitutos de la compensación económica.
En el mundo del arte impera una ley no escrita, “este mercado es un ejemplo perfecto de una economía informal, que prospera a base de acuerdos personales, leyes tácitas y conversaciones casuales”, describe acertadamente Isabelle Graw en ¿Cuánto vale el arte? Mercado, especulación y cultura de la celebridad. Hemos asumido la total desregularización del tiempo de empleo. Trabajo y ocio se confunden. Y, como intuyó Karl Marx, sin unas leyes que fijen el máximo de tiempo por el que una persona puede vender su fuerza de trabajo, si se nos permite venderla sin limitación de tiempo, tenemos “inmediatamente restablecida la esclavitud”.
Las pocas oportunidades acarrean una competitividad que hace difíciles los lazos de solidaridad. La hiperactividad nos deja tan agotados que apenas nos quedan fuerzas para romper con la lógica laboral en la que estamos inmersos. El tabú hacia temas pecuniarios se traduce en una falta de transparencia que hace difícil contabilizar los ingresos a nivel global. Las malas prácticas y los abusos, lejos de exponerse, se esconden por miedo a no ser “contratados” de nuevo o por temor a ser acusados de chismosos. La precariedad silenciosa, resignada, conformista y complaciente que se escuda bajo la propia elección no es otra cosa que la interiorización de las formas de gubernamentalidad neoliberales.
Entonces, ¿qué hacemos?,¿cómo podemos poner en valor el trabajo del artista, del curador, del crítico?, ¿cómo podemos generar un contexto sostenible a largo plazo?, ¿cómo podemos exigir unas condiciones mejores? Obviamente, jamás podremos a título individual. Como individuos nuestra capacidad de negociación es escasa o casi nula. Allí donde rechacemos una oferta, aparecerá alguien dispuesto a aceptarla. Igual que en el poema de Calderón de la Barca[3], siempre habrá alguien con menos currículum y más entusiasmo detrás. Por eso, salir de la precariedad no es una aspiración personal sino una lucha colectiva.
Debemos adoptar una actitud mucho más combativa, resistente y crítica. Hay que unir esfuerzos y exigir un mínimo interprofesional. Poner precio a nuestros servicios y considerar cualquier oferta por debajo de ese mínimo consensuado como competencia desleal. El arte, y la cultura en general, no pueden defenderse únicamente desde la teoría. “Faltan -como dijo Isabelle Lorey- comportamientos resistentes que tengan la perspectiva de una buena vida, una vida que pueda ser cada vez menos funcional a la gubernamentalidad”. Mientras alguien recoja las hierbas que arrojamos, por secas o pútridas que estén, todo seguirá igual.
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Gisela Chillida es crítica de arte y comisaria independiente.
1. Isabelle Lorey en “Gubernamentalidad y precarización de sí. Sobre la normalización de los productores y las productoras culturales”.
2. María Ruido en “Mamá, quiero ser artista”, en “A la deriva por los circuitos de la precariedad femenina”.
3. “¿Habrá otro, entre sí decía, más pobre y triste que yo?/ y cuando el rostro volvió/ halló la respuesta, viendo/ que otro sabio iba cogiendo/ las hierbas que él arrojó”.
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