Skip to content

Gisela Chillida — La catedral de los pobres

Todo empieza con un misterioso anuncio en un portal de empleo de una empresa de trabajo temporal de la que sí diré el nombre, Manpower. En la “oferta” decían buscar nuevos empleados para un equipamiento cultural, preferentemente licenciados en carrera de humanidades – historia, historia del arte, filologías…–. Pedían hablar con soltura catalán y castellano e inglés nivel avanzado, además de ser muy valorable un cuarto idioma. Disponibilidad los fines de semana. Horarios flexibles. Incorporación inmediata.

Envío la solicitud sin prestar demasiada atención y sabiendo que compito con otros centenares de currículos parecidos al mío. Supongo que sería algunos días después cuando me llamaron para convocarme a una entrevista colectiva, de esas que hacen para descartar candidatos lo más rápido posible y en las que normalmente apenas te da tiempo de presentarte. Ya en la sala, junto a casi una decena más de “elegidos”, nos revelaron para qué célebre equipamiento cultural íbamos (si había suerte) a trabajar: la Sagrada Familia. La secuencia continúa con otra entrevista, ahora ya individual, y un examen de inglés.

¡Bingo! Estoy dentro. Firmar el contrato. Unas horas de formación y empieza el trabajo. Las semanas se organizan en “posiciones” rotativas – interior, exterior, colas, taquillas o torres– que a su vez se dividen en mini-turnos de una hora. Es decir, cada semana se te asigna aleatoriamente un lugar específico. Taquillas: fácil, vender las entradas y todo lo que conlleva o el capitalismo en su máxima expresión. En un cuarto de hora consigues tu sueldo. Las matemáticas son fáciles. Cobras 7,5 € bruto/hora. Haces entre 20 y 30 horas semanales, dependiendo de la temporada, esto es, entre 600 € y 900 € al mes, a deducir los impuestos pertinentes. No sé ahora, pero por aquel entonces, hará unos cinco años o alguno más, el precio general de la entrada era de 16 €, 19 € si querían subir a las torres y casi 4 € más si ocupaban audioguía. No era raro encontrarse con grupos de japoneses –tan tópico como cierto– que querían una experiencia completa, así que una familia de seis podía dejarse sin titubear 150 €. Cuatro familias más y ya tienes tu sueldo en caja. Colas: no tan sencillo, se trataba de gestionar las larguísimas filas de hasta cuatro horas que rodeaban la manzana día sí día también. Las tareas a desempeñar eran varias, desde informar del rato de espera que les quedaba hasta avisarles de que podían comprar las entradas por internet y ahorrarse la cola. También vigilar que no se despegaran mucho del perímetro de la basílica y que se mantuvieran dentro del límite marcado por las catenarias, pues por razones obvias las bandadas de turistas rápidamente podían pasar a invadir las aceras. Exteriores: validar la entrada con un lector de códigos QR, quedarte en la puerta que llevaba a la tienda de regalos para asegurarte de que nadie entraba through the gift shop sin pagar entrada. Interiores: estar atenta a que nadie entrara con sombrero o gorra, asegurarse de que todo el mundo guardaba silencio en las zonas para rezar o vigilar que nadie subiera a las torres por las escaleras de bajada.

Jamás el tiempo me pasó tan lento. Nunca estuve tantas horas obligada a no hacer nada o algo muy próximo a nada. Los turnos de interior eran un verdadero suplicio. Al tedio de tener que pasar la jornada laboral de pie, parada, erguida y con las manos detrás –es lo que mandaba el protocolo y de saltártelo, velozmente aparecía alguno de los superiores para recordarte como debías permanecer– se unían algunas “normas” que lo hacían aún más insoportable. Si querías ir al baño fuera del tiempo de descanso tenías que pedir permiso por el walkie talkie y esperar a que algún compañero llegara para sustituirte. También un uniforme demasiado abrigado para el verano y demasiado leve para el invierno. Llevar pantalones largos de color negro bajo el sol de agosto barcelonés mientras gestionas las colas infinitas marea a cualquiera. No ayudaba que no te dejaran beber agua. De hecho, sí podías beber agua –supongo que, entre otras cosas, no debe ser legal prohibir a tus trabajadores una necesidad tan básica como el beber– lo único que no podías llevar la botella encima ni tampoco tenerlo en algún lugar cercano a la vista de los visitantes. Es decir, podías beber siempre y cuando no vieran la botella ni te vieran bebiendo. Así que debías esconder bien la botella, detrás de alguna marquesina, debajo de alguna pieza de mobiliario… En mi caso, como muchas otras compañeras, no tengo pruebas, pero tampoco dudas, derivó en una cistitis. A esto, se suma que en invierno la basílica es literalmente una nevera, así que la ropa térmica se convirtió en mi otra piel. Los días de lluvia poco importaba si te mojabas, sí o sí te quedas fuera aunque el uniforme reglamentario continuaran siendo los mismos pantalones negros del verano, ahora, claro está, con unas medias de esquiar debajo.

Mis memorias ligadas a la Sagrada Familia no pueden ser más prosaicas y terrenales. La he visto por dentro. He comido galletas frías recién sacadas de la máquina expendedora. He calendado mi tupper de albóndigas. Durante meses tuve una tarjeta que abría algunas puertas privadas. Subí a las torres, esas por las que los guiris pagan un plus, decenas de veces. Me aburrí mirando los vitrales. Hasta aguanté el cirio en algunas de las misas que se celebraron mientras trabajaba ahí. Si algún día el edificio tomara voz y contara las historias de todo lo sucedido entre sus muros y en sus alrededores, contaría también esta historia, que es la mía, pero no es la única. La Sagrada Familia es sin duda uno de los edificios más emblemáticos de Barcelona, pero cuando la veo u oigo hablar de ella, no puedo contemplarla. No veo la portada de Subirachs ni la nueva estrella. Solamente me vienen a la cabeza las horas de trabajo precario, de mucho frío y de mucho calor, de llegar a casa con los pies destrozados por tener que llevar zapatos y las piernas doloridas por tantas horas de pie en la misma posición.

Recuerdo también que entre los compañeros no había nadie que no tuviera carrera y no hablara tres idiomas. ¿Era necesario exigir toda esa formación? Claramente, no. Era la viva ilustración del cognitariado, de trabajadores hipercualificados pero infravalorados. Aprende un idioma para poder indicar a los turistas que asedian tu ciudad dónde está el baño. Sácate una carrera para vender entradas. Estudia y trabaja para terminar ingresando algo más de 700 € mensuales. Dicho esto, espero que al menos esos meses cuenten como obra de penitencia.

 

Published inARTÍCULOS DE TODOS LOS CICLOSConstrucción y cansamiento en la Barcelona culturalPUBLICACIONES

Be First to Comment

Deja una respuesta

Simple Share Buttons