¿Cómo puede ser que en nuestra ciudad sigan en pie estatuas que rinden homenaje a indianos, colonos y esclavistas? ¿Porqué seguimos recordando sus nombres pero pasamos por alto los atroces actos que cometieron? Que en Barcelona haya calles y estatuas que celebran la supremacía blanco-europea es algo injustificable e intolerable.
A pesar de las dificultades por documentar el comercio negrero, sabemos que más de 360 expediciones de embarcaciones catalanas zarparon con esclavos entre 1790 y 1845. Barcelona progresó porqué otras ciudades fueron sometidas. La colonialidad estuvo también fuertemente arraigada en la ideología franquista. Monumentos como el de Prim, el de Güell o el de Virrei Amat fueron derribados en 1936 y recuperados durante la dictadura. No podemos olvidar que la Transición perpetuó ese mismo discurso imperialista. Cuando en los 80 se recuperaba la normalidad democrática se tomaron como símbolos identitarios el pasado colonial: el día 12 se cogió como fiesta nacional, en el escudo se conservó el “plus ultra” en alusión al viaje de Colón y si bien se despojó a algunas calles y plazas de sus nombres franquistas no se hizo lo mismo con los ligados al pasado colonial.
Lo que está claro es que monumentos que enaltecen a figuras cómplices con el colonialismo no pueden seguir ocupando el espacio público porqué su perpetuación es violencia epistémica que somatiza un (neo)colonialismo que sigue en pie: en los cíes, en la persecución y deportación de personas migrantes, en las concertinas que recorren la frontera… Y si nos parece normal e inocuo que sigan en pie es porqué el pensamiento colonial, esclavista y racista tiene continuidad. Somos una sociedad neocolonial que mantiene los desequilibrios, desigualdades e injusticias estructurales.
Nunca seremos la urbe integradora, multicultural y cosmopolita que decimos mientras haya un monumento dedicado a Joan Prim pero no exista ninguna placa que nos recuerde que dio poder a la población blanca civil portorriqueña para matar o cortar manos a las personas negras que trataran de rebelarse. Tampoco si La Virreina (esposa de Virrei Amat) sigue teniendo una plaza en Gracia y un centro de arte en plenas Ramblas pero no hay museos ni calles que lleven el nombre de abolicionistas. Ni cuando en el monumento a Colón vemos un indígena americano que se arrodilla en señal de sumisión delante de Pere de Margarit, militar catalán que acompañó a Colón en su segundo viaje, pero nada nos recuerda que América jamás fue descubierta sino saqueada. O si tiene una calle dedicada Gaspar de Portolà, conquistador de California y tiene su vía el coronel Sanfeliu, un militar que luchó contra los independentistas americanos en Santo Domingo y en Cuba… y así suma y sigue.
El discurso que defensa el mantenimiento de los monumentos dedicados a este tipo de personajes se basa en el neoliberalismo más arrogante, patético y radical. Como aportaron un beneficio para la ciudad debemos rendirles pleitesía. Qué más da si ese progreso vino de la mano de la esclavización de seres humanos y el expolio de sus tierras. Sí, generó riqueza, pero, ¿A costa de cuántas muertes? ¿De cuanta explotación?
La colonización fue expolio y genocidio. “Me hablan de progreso, de “rea¬lizaciones”, de enfermedades curadas, de niveles de vida elevados por encima de sí mismos. Yo hablo de sociedades vaciadas de sí mismas, de culturas pisoteadas, de institu¬ciones carcomidas, de tierras confiscadas, de religiones ul¬timadas, de magnificencias artísticas aniquiladas, de extra¬ordinarias posibilidades suprimidas” clamó el poeta y político martiniqués Cesaire Aimé.
¿Qué hacemos, entonces, con toda la colección de monumentos coloniales? Ciertamente cada caso merece una resolución diferente aunque existen en líneas generales tres opciones: retirar, realojar o resignificar. Retirarlo sin más en un acto de iconoclastia final y certero. Luego, podemos ubicar las piezas en otro contexto más crítico y pedagógico como puede ser un museo. La última es despojarlos de su significado conmemorativo para darle un nuevo valor que transforme las relaciones de dominación y sumisión.
En cualquier caso, toca abrir un debate público para decidir sobre su futuro. Corresponde a todxs y no a la institución reconsiderar qué tipo de simbolismo cultural queremos ver en nuestros espacios comunes. Barcelona tiene un pasado y un presente colonial. Ahora es absolutamente necesario cambiar el rumbo para que el futuro no lo sea. Hace unos meses se decidió retirar la estatua de Antonio López pero no es suficiente. No se trata de quitar todas las esculturas ni modificar todo el nomenclátor. De nada servirán los actos de iconoclastia sino van acompañados de un ejercicio de memoria. No podemos retirar las esculturas como quien barre el polvo o saca la basura, debemos hacer visible la historia no contada.
Resignificar, relocalizar o derrocar para despertar la conciencia crítica y acabar con la amnesia social y las actitudes antihistóricas que caracterizan nuestra sociedad. Cambiar esos símbolos como giro hacia una iconografía y narrativa decoloniales. Derrocar, apropiar y reescribir son actos de resistencia que implican mucho más que la destrucción de “viejos” símbolos, es la construcción de una nueva epistemología. Como dice Sontag, la memoria es una decisión y aquello que llamamos memoria colectiva no es “recordar sino estipular” En nuestras manos está entonces el decidir qué pasado recordamos: ¿Descubridores, aventureros y emprendedores? ¿O esclavistas, saqueadores y genocidas?
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Gisela Chillida, crítica de arte y comisaria independiente
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