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Antonio Ramírez – Las naves de los modernos

* Del ciclo : CONSTRUCCIÓN Y CANSANCIO EN LA BARCELONA CULTURAL

En un reciente y muy lúcido alegato en contra del declive de las ciudades históricas –Se Venezia muore (1)- el historiador del arte Salvatore Settis, realiza una analogía que tal vez también resulte muy pertinente para nosotros: cuando, entre finales del siglo XIX y la Segunda Guerra Mundial, los aborígenes del Pacífico Occidental entraron en contacto con el hombre blanco descubrieron que sus barcos y aviones traían consigo infinidad de bienes prodigiosos con propiedades para ellos desconocidas: armas de fuego, aparatos de radio, vehículos y otros artilugios de un poderío inalcanzable; como el origen primero de esta repentina y sorprendente abundancia fue atribuido a las divinidades locales, los habitantes de algunas islas desplegaron complejos rituales propiciatorios con el objetivo de provocar el regreso de las naves blancas y sus bienes. Los antropólogos que estudiaron este fenómeno lo llamaron “Cargo Cult”.

Settis lo compara con la actitud que actualmente algunas ciudades históricas europeas mantienen ante los barcos de cruceros turísticos: de la misma manera en que los aborígenes de Melanesia construían aviones con ramas, fusiles con madera y aparatos de radio con cáscaras de coco, tratando de invocar una modernidad y una prosperidad de las que ignoraban por completo su estructura y su funcionamiento, no pocos habitantes de Venecia (y Barcelona) invocan hoy, con la misma reverencia ritual de los aborígenes, la llegada periódica de los gigantescos rascacielos flotantes -mezcla de tecnología, opulencia y escenografía- esperando que sean portadores de progreso y abundancia. Las decenas de miles de turistas que descargan cada día, sus visitas rápidas, cerradas y previsibles, dejarían a la ciudad un beneficio tangible del que todos deberíamos vanagloriarnos, nos dicen.

Considerando sus nocivos efectos medioambientales y la distribución muy localizada de sus beneficios económicos, no resultaría difícil poner en duda el supuesto balance ventajoso que para una ciudad tienen los cruceros. Pero quizás nos convendría extender la analogía a fenómenos como, por ejemplo, la postración de los medios y sectores con poder económico ante los congresos de tecnología, verdaderos rituales de invocación del regreso de las astronaves de los modernos.

En una perspectiva más amplia, conviene detenerse en uno de los efectos depredadores que el auge del turismo global tiene sobre una ciudad: la transformación de una parte importante de su tejido comercial como una extensión del consumo globalizado. El mainstreet y las calles con mayor personalidad arquitectónica son paulatinamente colonizadas por tiendas de las marcas globales. Diseñadas a partir de un concept abstracto, más o menos original pero sobre todo replicable ad infinitum, las tiendas de marca no sólo son ajenas por completo a las particularidades del contexto urbano en el cual se insertan, sino que además pretenden sustituirle: ignorando su localización real, ellas mismas, sus flagships, se ofrecen como contexto de reemplazo, como señal de distinción e identidad pero no de una plaza, una calle o un barrio sino de la brand a la que se deben. La ciudad, su historia y todo lo que tiene de singular, se borran para así ofrecer a los turistas globales un panorama homogéneo y conocido, libre de cualquier incertidumbre y contradicción, de cualquier motivo de ansiedad o tormento.

Nos encontramos frente a una paradoja: ¿Qué es lo que de una ciudad atrae a los turistas? Su historia, su patrimonio arquitectónico, las plazas, las iglesias y los palacios, pero también la vida de las personas y sus costumbres, sus peculiaridades a la hora de comer y vestirse, de saludarse y de charlar; sobresalen las ciudades por la variedad y la riqueza de formas de su tejido comercial y por el espectáculo que ofrecen sus espacios públicos. Se distinguen unas ciudades de otras por la manera particularmente diversa en que todos estos elementos se articulan; en ello, no todas corren con la misma suerte. Entre París, Roma, Berlín o Barcelona, por un lado, y Birmingham, Lille, Frankfurt o Leeds, por otro, hay una diferencia intangible: las primeras están dotadas de un capital simbólico que el público reconoce como auténtico e insustituible; las segundas carecen de él. Pero, y aquí está la paradoja, al mismo tiempo en que se convierten en polo de atracción para los turistas globales –y de allí a los magnos eventos de tecnología-, comienza el imparable proceso de homogeneización que tiende a borrar y trivializar las diferencias. Parece una ley ineludible: cuando las ciudades sienten que se enriquecen es que están dilapidando su capital simbólico.

El entramado comercial de una ciudad puede ser también el escenario de una disputa. Frente al impulso hacia lo global, la construcción de espacios de consumo orientados hacia lo local puede ser vista como una forma clara de resistencia. Librerías, delicatesen, pequeños restaurantes y tiendas de moda, cafés, bares de copas o teatros, todos son espacios idiosincráticos y singulares que pueden ser elegidos por los habitantes de una ciudad, de forma espontánea y muy concreta, como puntos de referencia y orientación que les permitan pensar y reelaborar su relación con la ciudad, y por extensión, reflexionar sobre el lugar que intentan ocupar en la sociedad y frente a los demás. La diversidad de una ciudad es pues fruto del trabajo y la imaginación de sus habitantes y preservarla exige una resistencia activa. Ciertas retóricas en pro de una modernidad a ultranza y cierta entrega irreflexiva a las promesas de la tecnología, pueden ocultar la acción depredadora de la avaricia de siempre.

Nos conviene no perder de vista estas palabras de Salvatore Settis: “Cada ciudad es teatro de la memoria y de la historia, Gesamtkuntswerk (obra de arte total) y repertorio de formas y esquemas, archivo de la paz y de la guerra, espejo de la política y motor de la literatura y el pensamiento; pero cada cual lo es a su modo, cada una se articula a sí misma, se repiensa y renace de sí misma. La riqueza de la forma-ciudad está toda en su diversidad, en la diferencia que separan a una ciudad de las demás, que las distingue de todas las demás”.

(1) Salvatore Settis, Se Venezia muore. Milan, Giulio Einaudi, 2014

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Antonio Ramírez es librero y uno de los fundadores de la librería La Central (1996)

Published inARTÍCULOS DE TODOS LOS CICLOS
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