Los trabajadores culturales vivimos en un mundo de mercenarios en busca del mejor empleo, somos un ejército de precariado cultural que apenas puede negociar unas condiciones de empleo que sabe asfixiantes. Trabajamos en un sector que ha terminado por normalizar las prácticas abusivas y las relaciones profesionales injustas, desequilibradas e insatisfactorias. La inestabilidad se extiende en el tiempo mucho más allá de los primeros años. El pluriempleo es tan habitual que se presupone. A las condiciones precarias del trabajo asalariado se añade además un gran porcentaje de horas jamás retribuidas. En una sociedad de trabajos alienantes, la gratificación laboral es vista como una conquista, pero el precio que debemos pagar por convertir nuestra vocación en nuestro empleo es demasiado elevado. La inestabilidad, la flexibilidad y el pluriempleo que caracterizan el trabajo posfordista nos convierten en individuos aislados quienes, desprovistos de nuestra fuerza de trabajo, solamente les queda la aspiración a una carrera profesional.
Movidos por la pasión, hemos caído de cuatro patas en la trampa del neoliberalismo y su discurso pro-emprendimiento. Nos hemos convertido en selfmade-(wo)men que renunciamos ciegamente a una jornada laboral de 8 horas, a las vacaciones, a la baja, a la jubilación… Como bien desgrana Remedios Zafra en el último Premio Anagrama de Ensayo, pertinentemente titulado “El entusiasmo. Precariedad y trabajo en la era digital”, en este país la cultura se sustenta gracias al trabajo poco o nada remunerado de muchos “entusiastas”. El artista ya no es un ser inspirado sino alguien motivado. No es un genio sino un emprendedor. Nuestra vocación nos ha convertido en seres dóciles predispuestos a aceptar condiciones que pocas profesiones aceptarían. Pero el “trabajar en lo que nos gusta” no es un factor que debiera entrar en la ecuación cuando hablamos de cuestiones pecuniarias.
¿Cuántos licenciados/graduados en bellas artes, historia del arte, filosofía o carreras afines consiguen luego un trabajo relacionado con aquello que estudiaron que reúna las condiciones económicas mínimas? ¿Cuáles son las condiciones de esos empleos “deseados”? Cuando alguien termina la carrera o aún siendo estudiante, probablemente, lo más parecido a un empleo relacionado con lo suyo sea de vigilante de sala en algún museo, de informador en algún bus turístico o de guía en alguna institución. Empleos precarios que en ningún caso le permitirán desarrollarse profesionalmente. Los años pasan. La situación no mejora. El trabajador es un recurso a exprimir. Cuanto más preparado, mejor. Cuanto mayor es su capital cultural, más rentable. Las empresas exigen formación superior y el dominio de varios idiomas pero sus capacidades no se traducen en una compensación económica mayor. Según el BOE, un titulado universitario que realice tareas de personal de atención educativa y de ocio, debería cobrar un salario bruto mensual de 1.148,75€. Cifra bastante alejada de la realidad dado que los contratos acostumbran a ser de controlador/a de salas, cuyo salario bruto mensual es de 751,10€. Cuando se cobra menos de 7€/hora, lo único que queda, si nos dejan, es echarle horas. Pero la vida en Barcelona es cara. Si tenemos en cuenta que el precio medio de los nuevos contratos de alquiler es de 903€, debemos destinar unas 130 horas de trabajo a pagarlo.
Un artista, en líneas generales, tiene dos vías de subsistencia. Uno, vender su obra a través de galerías. Dos, recibir premios y subvenciones. Pero la realidad es que no hay un mercado privado lo suficientemente potente como para sustentar la práctica artística y las instituciones públicas tienen las arcas semi-vacías. Según el informe La actividad económica de los artistas en España, coordinado por Isidro López-Aparicio (Universidad de Granada) y Marta Pérez (Universidad Antonio de Nebrija) publicado originalmente en 2017, más del 45% de los artistas afirma que sus ingresos totales anuales, ya sea por actividades artísticas o de otra índole, se sitúa por debajo de los 8.000 euros, es decir, por debajo del salario mínimo interprofesional en España. Un 13,4% recibe entre 8.000 y 1.000. Un 18,4 entre 10.000 y 20.000. Un 12,1% entre 20.000 y 30.000. Y menos de un 8% recibe más de 30.000. De estos ingresos, independientemente de la cantidad, más de un 60% afirma que los que proceden del arte no llegan al 20% del total. De este modo, menos de un 15% logra vivir únicamente de sus ingresos como artista y uno de cada dos artistas recibe menos de 1.600 al año por su trabajo como artista.
Las circunstancias son aún más ambiguas para quienes realizamos un trabajo inmaterial cuyo resultado es difícil de contabilizar en horas y de valorar en dinero. Para los artistas, existe un mercado del arte, primario o secundario, que pone precio a su trabajo. Pero, ¿quién valora el precio de comisariar una exposición? ¿Y de un artículo? Lo cierto es que finalmente, a diferencia de otras muchas profesiones en las que se trabaja por encargo -arquitecto, médico, informático, fontanero o lampista- donde quien pone precio a la mano de obra es quien ofrece el servicio, quien decide el precio es el empleador. Nosotros, convertidos en mercenarios, sólo podemos aceptar o rechazar la oferta. Quizá nos quede un pequeño margen para negociar, pero de no tener una trayectoria que nos avale, eso será difícil.
El origen de tanto abuso se encuentra en parte en el desamparo que experimentamos los trabajadores culturales: asalariados o emprendedores, pero casi siempre explotados. Los museos casi no tienen personal contratado en plantilla y el trabajo recae mayoritariamente en falsos autónomos o empresas subcontratadas que se llevan parte del pastel. Contratos por obra y servicio o la obligación de estar dado de alta como autónomo para poder cobrar suponen condiciones sofocantes para los trabajadores, quienes pueden ver cesadas sus actividades sin recibir ninguna compensación económica y sin consecuencias para su empleador. No existe tampoco una ley específica que proteja y regule nuestra actividad profesional teniendo en cuenta sus particularidades. Con una cuota de autónomos de 250€ al mes a partir del segundo año, está claro que la legislación laboral vigente no contempla nuestra realidad. Por otro lado, para poder realizar el proceso legalmente y elegir el que más se adapta a nuestra situación, necesitamos nociones avanzadas de fiscalidad o contar con la ayuda de un gestor. A las compensaciones irrisorias, se suma entonces la pesadilla burocrática para poder recibir los pagos.
Y, ¿de qué vivimos mientras trabajamos sin cobrar o ganando poco? Dado que la remuneración que mayoritariamente recibimos por nuestro trabajo cultural no puede cubrir gastos, sólo quedan dos opciones: vivir de otro (de renta, de los padres, de la pareja) o realizar un trabajo alimenticio más o menos vinculado a nuestra “profesión”. Evidentemente, no es lo mismo poder vivir de renta que compaginar nuestros proyectos artísticos con un empleo en McDonald’s. Cuando no se cobra por un trabajo, solo quienes disponen de una fuente de ingresos externa lo suficientemente fuerte como para compensar ese tiempo invertido no remunerado pueden dedicarse a la práctica artística.
En un momento en que las condiciones precarias se han extendido y solidificado, las desigualdades de clase -también las de género y raza- son definitorias y puede que la diferencia entre poder seguir trabajando o tener que abandonar nuestra vocación venga dada por si nos podemos permitir el “lujo” de la nula o baja remuneración. La precariedad castiga a los pobres y dificulta el acceso de las clases bajas a la creación. Los contratos abusivos se convierten en un efectivo modo que las clases dominantes disponen para controlar los mecanismos creadores de valor. La falta de recursos esconde un sistema perverso en el que las clases dominantes controlan la creación y circulación tanto del capital económico como del capital cultural.
La democratización del acceso a la cultura no puede servir de excusa para maltratar a quienes trabajamos en cultura ni hacer recaer sobre nuestros hombros el seguir produciendo cultura. La cultura debe producirse en el marco de unas relaciones laborales justas. En su último libro, Remedios Zafra describe claramente como “la precariedad forma parte singular de la cultura de hoy, la atraviesa y caracteriza, la define”. Pero, ¿hasta cuándo vamos a soportar estas condiciones que sabemos insostenibles?
Hemos llegado a un punto en el que deberíamos pensar si no sería mejor no hacer nada que continuar haciéndolo sin cobrar. Hay que poner freno a estas dinámicas. Es momento de pasar de la queja a la (in)acción. Igual que Bartleby, deberíamos decir “preferiría no hacerlo”. Aceptar las condiciones precarias sin rechistar nos convierte en cómplices. Asumiendo trabajos claramente explotadores no hacemos más que alimentar el propio sistema puesto que nuestras horas regaladas -como supo ver André Grosz hace ya tres décadas en Miserias del presente. Riquezas de lo posible “producen riqueza y desempleo en un solo y mismo acto”. “Pues cuanto más crecen su productividad y su ardor en el trabajo, más crecen también el desempleo, la pobreza, la desigualdad, la marginalización social y la tasa de beneficio. Cuanto más se identifican con el trabajo y con el éxito de su firma, más contribuyen a producir y a reproducir las condiciones de su propia servidumbre”.
*
Gisela Chillida es crítica de arte y comisaria independiente.
[…] … (Leex aquí la primera parte del artículo) […]