Fenómeno merece atención: desde la periferia -una pequeña finca en Sant Llorenç des Cardassar- y en una variante de una lengua minoritaria -el mallorquín- un preadolescente logra hacerse un hueco entre influencers compartiendo contenido acerca de la vida rural. Rara avis en este mundo 2.0. El momento de gloria le llegó a finales del 2019 cuando un vídeo en el que mostraba extremo júbilo ante unas albóndigas se hizo viral. A día de hoy, Miquel Montoro tiene 724K seguidores en Instagram. Los vídeos subidos a Youtube suman más de 10 millones de reproducciones. Cifras aún modestas si las comparamos con otros creadores de contenido para estas mismas redes pero igualmente sorprendentes si tenemos en cuenta la naturaleza de sus publicaciones: retos como desmontar un motor en tiempo récord; tutoriales sobre cómo sembrar patatas o cómo hacer yogur; publicaciones en las que nos presenta algunos de los animales de su granja o, el vídeo que hasta hoy suma más reproducciones, donde nos recomienda no quitar la membrana blanca que separa la piel de la naranja de los gajos porque evita resfriados. Además de un constante fomento del producto km 0 que enorgullecería a la mismísima Greta Thunberg.
Es iterativo el tema de cuántas horas pasan, y cuántas deberían pasar, los y las adolescentes delante de una pantalla. Pero la cuestión no debería reducirse a cuántas horas pasan, ni a qué edad deben tener el primer smartphone o si los adultos han de supervisar los contenidos a los que acceden. Lo triste del debate es que parece querernos decir que los adolescentes con pantalla e internet en mano sólo pueden hacer dos cosas. O bien perder el tiempo entre videojuegos, series y chats eternos. O bien ser víctimas del ciberacoso (o algo peor). Al margen queda la posibilidad de enseñarles el potencial emancipador de las redes, la posibilidad de dar a estas un uso consciente y relevante, de crear y consumir otro tipo de contenidos. Justamente aquí Miquel, sin ser seguramente consciente de su potencial, abre una ventana de posibilidades hacia una mayor pluralidad digital. No todo iban a ser selfies, filtros, narcisismo y autobombo. El mero hecho de mostrar alternativas nos ayuda a imaginar y creer que otros modos de vida son posibles. Lo urbano y lo rural no son opuestos, sino complementarios. Aunque nos hemos dado cuenta demasiado tarde que lo rural no es lo menos desarrollado, una etapa previa a la urbanización. Miquel nos enseña que lo rural es hype, el pueblo tiene swag, trabajar el campo no es viejuno. Ser de pueblo no es sinónimo de vivir al margen del mundo virtual. Quedarse en el pueblo no es antónimo de prosperidad.
Enseñar a arar, a cuidar del ganado, a ordeñar, a preparar un queso o una sobrasada, a distinguir los huevos de gallina de los de pato…¿Qué debe saber un niño? ¿Dónde y cómo debe aprender? Los contenidos enseñados en la escuela son homogeneizadores. El colegio es también una forma de adoctrinamiento y un modo de estandarización en la transmisión de los saberes. No hace falta citar a Foucault. Internet perpetua y renueva esa jerarquía de “saberes”, los espacios digitales reproducen los desequilibrios existentes. Así, lo rural sigue siendo periférico.
Otra de las muestras de la homogeneización digital es el dominio casi absoluto de las lenguas con mayor número de hablantes. En un espacio virtual donde se priman los seguidores, las lenguas mayoritarias se están llevando todo el pastel. La ecuación parece fácil: cuantos más hablantes tenga una lengua, más seguidores potenciales, ergo, mayores ingresos potenciales. Obviamente, en este escenario, las lenguas minoritarias corren el riesgo de no quedarse tan siquiera con las migajas. Miquel habla en mallorquín. Miquel lo hace desde la naturalidad y espontaneidad de quien utiliza su lengua. De hecho, en las entrevistas y colaboraciones con otros youtubers en las que aparece hablando en castellano, suele apostillar “perdón, pero es que a mi el castellano me cuesta un poco”. Otro paso más hacia la heterogeneidad digital.
Puede que Miquel se hiciera viral por mostrar enorme entusiasmo delante del plato que estaba preparando su madre para comer. Su “Hòstia, pilotes, que en son de bones” corrió como la pólvora. Pero por encima de lo anecdótico hay mucho más. Al menos, seguro merece la pena hacerle un follow.
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Gisela Chillida és historiadora de l’art i comissària independent
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