Hoy puedo decir que he sido ciudadano del ensueño, porque a mi ciudad la he visto entre su pasado y su porvenir. Y tanto he hundido en ellos mis ojos que, al volverlos al presente, estaban tan bañados de ensueño, que el presente mismo lo he visto como ensueño, como lo verán los ojos de los futuros ciudadanos y como lo verían los de los pasados; y ya no ha habido presente, ni pasado, ni futuro, sino que todo se me ha hecho presente en una niebla de eternidad que me ha envuelto y desvanecido. Por esto puedo decir que hoy he sido ciudadano del ensueño.
Primeramente me puse enfrente del plan de la futura ciudad diseñado por un arquitecto soñador, un extranjero. Había de ser así para la mayor libertad del ensueño; un hombre, a quien la ciudad viniera de nuevo y le excitara a soñar en grande. Después ya se arreglará todo como se pueda; pero por de pronto era menester esos ojos nuevos fecundadores; sólo una condición era requerida además: el amor, y lo hubo.
La ciudad se sale afuera estirando sus anchas vías para abrazar cuanto la rodea: pueblos, ríos, montañas. Todo queda dentro de su grandeza. Nuevos centros de su futura vida imaginaria, grandes parques populares, jardines donde jugaran los niños del 2000, estaciones centrales de las inmensas comunicaciones, vías de grandes acarreos, palacios -¿para quién?-, templos -¿para qué forma de culto?-, teatros de espectáculos ignotos ¿qué importa?…
Otra vida se adivina tras de ese diseño. Pero, ¿cómo?; esas líneas sobre el papel, ¿provocarán una vida y la regirán conforme a su trazado, o será la ciudad la que, produciéndose espontáneamente según las circunstancias que se le ofrezcan, modificará sus líneas y las romperá y alterará sus grandes centros, dejando despoblados, los que aquí se fingen más populosos y aglutinando su movimiento en esos extremos que aquí se dejan abandonados al esparcimiento?¿Marchará la ciudad hacia Poniente en vez de irse hacia Levante?¿Y habrá siquiera una ciudad aquí, o habrá un desierto dentro de cien años?¿No ha sido demasiado ambicioso ese arquitecto?
No importa. Su fantasía ha herido el corazón de la ciudadanía, y su ensueño es ya un principio de engrandecimiento. Venga lo que venga, encontrará a la ciudad en una actitud grandiosa, y el porvenir, cual sea, llevará el sello de este momento de exaltación, producido por la visión que este hombre nos ha dado. Sobre la realidad de la ciudad nuestra vuela un fantasma de ciudad futura que turba la paz de nuestra noche, y nunca más podremos dormir sin sobresaltos; y esto es ya una vida nueva.
Podría ahora hundirse Barcelona en peso, y ya sería en vano; porque el espíritu de este instante se levantaría sobre su desierto, y otra ciudad sería. Nada de lo que ha sido puede dejar de ser, sino que queda incorporado a la vida de alguna manera. Todo lo que vive es inmorta; llegar a vivir es lo que importa, aunque sea en sueños…
Después fui a recorrer la ciudad del pasado. Esos callejones van a desaparecer; esas plazuelas quedarán disueltas en la amplitud de la vía nueva; caerán esos obscuros macizos de piedras seculares, y el sol que ahora se filtra en la estrechez centelleará anchamente dorando las grandes nubes de polvo de los derribos; y el viento correrá libre a lo largo de lo que fue la ciudad vieja.
Pero ahora todavía en esos rincones, hay la vida del pasado: el martilleo del herrero anima la quietud de la plazuela; un rayo del sol abrillanta el tímido verdor de las macetas en la vetusta ventana; en el fondo del obscuro portalón, aparece pálido y húmedo el patio que fue señorial, y al doblar de cada esquina, cada callejón ofrece una perspectiva casi familiar; tras las vidrieras de las tiendas se mueven los rostros descoloridos de los artesanos en el gesto secular de cada oficio; las mujeres entran y salen de las obscuras escalerillas para sus diligencias en el barrio, andando de modo que se conoce que no van lejos, y que adonde van irán dormidas.
Me gusta perderme en este laberinto hasta sentirme preso en su atmósfera y vivir en mí la vida quieta de estos menestrales. Quiero imaginarla dulcemente hora por hora, desde la temprana alegría de abrir la tienda y dar el buen día al vecino (que es como dárselo a sí mismo, pues lo van a vivir igual) hasta dormirse confiado en la noche, oyendo en la calle pasos familiares y sabiendo ante qué puerta van a deternerse.
Pero de pronto un muro señorial se me presenta, que me dice que allí los siglos vivieron otras vidas, y que esta paz no es sino la paz en que se deja a los inútiles restos del pasado. ¡El pasado! ¡restos inútiles! – … Este hombre ques está trabajando afuera de la tienda al aire de la plazuela, que ha esta trabajando así por siglos -parece que siempre ha de haber sido el mismo-, … pues este hombre mañana no estará; ni volverá a a estar nunca más. Este es el golpe al corazón; esto es lo que hace llorar; que lo demás ¿qué importa? Porque este hombre mañana trabajará en otra parte; y a los siglos ¿qué les importa esto, si ya viven en nosotros de todas maneras? Pero aquel “mañana no”, aquel “nunca más” es un escalofrío, es una ligera muerte que pasa … ¿Por qué he dicho ligera? ¿acaso hay otra? …
Al fin este barrio que va a morir me agobia y me enternece, y me voy, me lo llevo dentro; por mí, ya pueden derribarlo. Me voy; necessito salir, salir a las vías más anchas, a las calles de hoy y a su movimiento, a las plazas grandes, al aire del día, a la ciudad mía …
¡Hela aquí! Pero, ¿qué ciudad es ésta? Grande y hermosa, la imaginé al salir del barrio moribundo; pero si pienso en aquella otra, ¡cuán fea y mezquina!
Esas vías centrales que le han quedado estrechas a la ciudad en su crecida, desembocan en un ensanche de grandiosidad monótona, como hecho demasiado aprisa. Ese ensanche no tiene historia y ya parece viejo. Envejece sin historia; sólo unas cuantas fachadas aparatosas atestiguan el gusto plebeyo de unas cuantas generaciones de advenedizos. Y más allá, hacia las montañas, las fincas de recreo se alzan enpingorotadas y mezquinas, hacinándose en grupos, como por horror al espacio que les sobra en torno, sin grandeza, sin sentido alguno de su posición y de su objeto. Y hasta las cimas mismas de las montañas, cuya vista a la hermosura de las tierras y del mar azul y de las lejanas nieves pirenaicas parece debiera inspirar al menos un gran respeto a la pureza de contemplación de tanto cielo a la vez y tanta tierra, son igualmente profanadas con fantasías grotescas.
¿Y es ésta la ciudad mía? ¿Cómo pudo parecerme alguna vez hermosa y grande? Pero así y todo, como ahora la veo, no puedo sino amarla. La amo como a un sueño, como al del porvenir monstruoso en que pudieron verla desde el fondo obscuro de sus callejones; como el ensueño de un pasado heroico en que la verán tal vez las futuras generaciones, cuando la contemplen como yo he contemplado hoy sus barrios moribundos.
¡Oh! no maldigas de tu ciudad, ciudadano que ahora estás en mí de cuerpo presente, porque ella es un tránsito como lo eres tú mismo. Tú tienes un amor y una fe; ella tambíen; hela aquí, que es tu obra. En ti se mueve y avanza el ciudadano del porvenir, en ella la ciudad futura; ésta es ciertamente tu ciudad, ámala.
Mira cómo, entre ese confuso barroquismo tuyo y suyo florece un espíritu, un estilo nace. He visto hoy un quiosco estrambótico inaugurar su fealdad en medio de las Ramblas y me he dicho: He aquí una fealdad bien barcelonesa; ese mal gusto, venga su modelo de donde venga, no puede confundirse con el mal gusto de ninguna otra parte del mundo; eso es bien nuestro. ¡Ah! ¿luego hay una cosa nuestra? Pues estamos en lo vivo. ¿Preferirías el buen gusto de una elegancia ajena bien copiada? No. Me alegro de que haya entre nosotros algo que nos estorbe el buen gusto. Algo se agita dentro de nosotros; algo se agita dentro de la ciudad, que le da mareos y extravío del sentido y gustos perversos. Hay un ser vivo dentro. No maldigas los hastíos ni la deformidad de la que ha de ser madre.
Porque avanzando ello, lo que es disgusto pasará, lo que es excéntrico volverá a su centro, y lo que es deformidad dará al ser nuevo la forma bella.
Toda esta ciudad será otra vez y otras veces derribada, caerán esas fachadas y esas torres y esos adefesios; y, en cambio, eso nuestro que lo ha producido, eso propio, eso vivo, irá actuando en lo que se derriba y en lo que se alza y en lo que se vuelve a derribar, hasta producirse en su belleza, en la necesaria belleza de su plenitud, en la nuestra y no de otros.
¡Ah, pero cuánto a intentar, cuánto a disparatar todavía, cuánto a sufrir mientras! Mas no importa, si estamos en una edad heroica. En nosotros, hasta los clasicismos son romanticismo. ¡Cuidado con someternos a cánones demasiado rígidos! ¡Cuidado con estorbar la gestación! Vaya de todo a ella, pero… ¡cuidado! Vaya de todo a ella sin escrúpulo, pero también sin violencia… ; o con violencia, pero sin rigidez…
…A no ser que estemos en un delirio de grandezas. ¿Será esto realmente un “inmenso arrabal de Tarascón”? ¿Qué? ¿Barcelona se ha vuelto loca? Esto sólo puede decirlo el éxito o la derrota; y el éxito o la derrota están en nuestras manos. El que mañana se diga que hemos sido locos o héroes depende ahora de nosotros mismos. Este pensamiento nos basta para, si hay que sucumbir al menos como héroes, y así serlo de todos modos.
Pues aunque mañana o pasado mañana Barcelona se viera reducida a ser una modesta capital de provincia española, más o menos laboriosa, si aquellos humildes ciudadanos encontraban en la historia de la ciudad su tentativa de hacerse la reina del Mediterráneo, y que en este empeño puso su fe y toda su fuerza y su vida entera una generación de catalanes, sería muy difícil que aquellos ciudadanos por sensatos que fuesen, se resignaran a dejar algo que todavía no ha sucedido en Tarascón, ni en ningún Tarascón.
Mientras que si nosotros nos resignamos ahora, por la gracia de este dictado, a volvernos sensatos, tal vuelta a la sensatez pudiera sernos justamente imputada como la mayor locura…
¡Qué extraña manera de discurrir me ha dado! Es lo que tiene hacerse ciudadano del ensueño, como yo me he hecho hoy… ¿Me he hecho?¿A caso no lo era ya? ¿A caso no lo somos todos? ¿A caso es lícito ser otra cosa si se quiere vivir… lo que se llama vivir?
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Joan Maragall: “La ciudad de Ensueño”. Extret de Obres Completes. Barcelona: Editorial Selecta, 1961.
IV-1908 (O.C., 2: 742-746)
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