Hace ya algún tiempo que no paro de darle vueltas a una idea que denomino la ‘teoría del supergrupo’. Siempre, en todos los equipos que me ha tocado formar fuera, las bases estaban integradas por gente de la casa, algunos amigos y otros a quienes tuve la suerte de conocer por casualidad. No conozco equipos que trabajen mejor que los que hay en nuestras instituciones, incluso en las peores. Tampoco conozco condiciones de trabajo tan forzadas, tan poco elásticas, tan cerradas a la posibilidad de dar crédito, autonomía, espacio para adaptar vida y trabajo, como en nuestro contexto.
Pudiera parecer que este análisis del trabajo es irrelevante para cuestiones de más rango como la situación de nuestro mundo del arte y el sentimiento de carencia de atención y de posibilidad que siente la comunidad artística. Sin embargo, creo que nuestra forma de entender el trabajo, de plantear los equipos, evidencia la poca importancia que hemos aprendido a dar a algo que es esencial: la motivación y la dinamización de la interacción entre grupos e individuos. El nivel de formación y de competencia es alto y el nivel de frustración y hartazgo, mucho más alto aún.
Es prácticamente imposible generar iniciativas dentro de nuestras instituciones y de nuestro mundo del arte ya que, por ser públicos, son institucionales. Es prácticamente imposible autoorganizarse o generar formas de ejecución distintas; y, en los años de democracia, los cambios que han experimentado, para bien, esos cientos de mujeres que se ocupan de gestionar los contenidos que deciden otros son mínimos. Ese gran grupo de mujeres de la cultura dirigidas, hoy ya casi, solo por hombres con ideas muy claras y en gran medida obsoletas sobre las capacidades y los talentos de sus equipos.
Nada nos va rescatar, excepto el talento. Cierto, la construcción democrática nos aboco principalmente a construir instituciones, por un lado, y fuerzas y dinámicas, por otro. Frente a una idea más conceptual, más clásicamente intelectual del arte y de su función en la reconstitución de valores políticos y estéticos no necesariamente burgueses, surgieron otro tipo de iniciativas, que podríamos llamar festivales, que celebraban el estado del bienestar, la juventud, la creación, el diseño, la ciudad…
Esas dos dinámicas se mantuvieron simétricas por un tiempo y movilizaban a colectivos muy diversos, a veces concordantes y a veces decididamente enfrentados. Tras esa fase, terminada por razones que conocemos, operan aun algunos de sus impulsos en una fase de entropía que más bien nos hace estar hartos de nosotros mismos.
Es indiscutible la importancia, pasada y presente, de la recuperación y la reescritura del pasado, pero el mismo esfuerzo demanda la creación de formas de relación colectiva e individual en el presente. Es indispensable mostrar, pero es perfectamente plausible situar formas de producción más improvisadas y destinadas a investigar la producción no como una forma de hacer sino de investigar que pueda reactivar a artistas y profesionales en un nuevo diseño educativo y de la función de los programas públicos.
Es ahora, cuando parece que no nos podemos permitir nada, cuando la invención es necesaria. Lo más importante lo tenemos, la gente, la comunidad artística; lo que nos falta son nuevas dramaturgias, nuevos modos de relacionarlos… el ‘supergrupo’.
Me imagino, por ejemplo, una película dirigida por Carles Congost, con un guión de Dora García, en un escenario de Teresa Solar Abboud; me imagino múltiples, miles de formas de planear juntos aunque no seamos simplemente amigos, ni coincidamos necesariamente.
Tal vez haya sido necesario pasar por esa etapa tan polarizada entre formas radicalmente distintas de ver la cultura y la función del arte, pero quedarse ahí no parece productivo; salir de ahí es extremadamente difícil, pero hay que auto obligarse a imaginar dinámicas impensables pero factibles.
Nadie se ha olvidado de nosotros, solo nosotros.
Chus Martínez
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Chus Martínez es, desde enero de 2014, directora del Instituto de Arte de la Academy of Art and Design de Basilea (Suiza).