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En este relato Hänsel y Gretel nos cuentan sus experiencias de los primeros viajes a otros planetas. En concreto, hoy quieren hablar de sus visitas a Marte. Comenzó a hablar Gretel: «En la segunda década del siglo xxi se puso de moda publicitar los viajes comerciales para humanos a la Luna y a otros planetas como, por ejemplo, Marte. Las noticias nos sacudían cada día con nuevas iniciativas, tanto públicas como privadas, para salir a dar un paseo por nuestro sistema planetario. El coste de la inversión, decían los entendidos en finanzas, se recuperaría en treinta años y para entonces la ventana de las ganancias sería un balcón. Pues bien, el caso es que ahora, en el 2070, somos miles de robots y centenares de humanos los que hemos vivido esta experiencia. Eran los años en los que, también, se hablaba de los tan buscados y deseados huertos y ciudades espaciales. Se pudo encontrar, al fin, el Santo Grial de los órganos vitales fabricados por las denominadas bioimpresoras tridimensionales y cuya implantación en el cuerpo humano ofrecía una total seguridad. Este último punto resultó ser crucial también a la hora de tomar la decisión de ir allí lejos: podríamos fabricar en cualquier lugar el órgano que fallara a los humanos. Además, la soledad que se puede sentir al no estar rodeados de los seres más queridos durante largos periodos de tiempo también parecía tocar a su fin. Ya era posible mantener reuniones o comidas en tiempo real mediante hologramas 3D que provocaban la sensación de que todos los asistentes se encontraban compartiendo mesa. Este gran avance se inició en el 2021 para distancias no mayores de los 1.000 kilómetros, pero en 2070 comíamos holográficamente a diario, unos en Marte y otros en la Tierra. Eso sí, las decenas de segundos de desfase temporal nos servían para comer más de todo, alargar las conversaciones y ganar tiempo para dudar y retener la atención. Esto era lo mejor, todos comíamos más de todo y los brindis finales se alargaban en el tiempo y qué deciros de los comentarios finales».
Así planteadas las cosas, creímos oportuno añadir algo que nuestros amigos robots no dominaban. Además, nosotros lo habíamos vivido muy intensamente y sabíamos que todo lo que ocurrió entonces fue fruto de la conjunción de inteligencia y conocimiento en campos tan dispares como los nuevos generadores de energía, comunicaciones con criptografía cuántica, nuevos materiales y condiciones para mantener la vida animal y vegetal. A este numeroso y variopinto grupo de científicos y tecnólogos se les unió una selección, realizada a escala mundial, para reclutar un grupo de élite de filósofos y juristas para que juntos construyeran el argumentario más convincente para que la tecnología no se distanciara en demasía del derecho y de la ética. Este era nuestro punto fuerte como humanos que, además, podía interesar a Hänsel y Gretel. Debíamos buscar nuevos senderos comunicativos entre ellos y nosotros.
Aquellos años fueron el mejor escenario temporal para discutir sobre qué significa legislar en la total incertidumbre. Estaba claro que la realidad tecnológica desbordaba el marco del orden jurídico internacional. Si la primera «gran ciencia», la de Newton y Galileo, hizo que la idea de ley física, infalible y regla inexorable, se infiltrara en la mente de los legisladores y políticos de la Ilustración, ahora en el siglo xxi vivíamos bajo el influjo determinista del miedo a los riesgos tecnológicos. Según la opinión mayoritaria, a cada nuevo gran paso que dábamos se nos aparecía el fantasma de los riesgos desconocidos. Se produjo entonces una gran ruptura en el consenso social sobre el concepto de progreso ligado únicamente a los avances tecnológicos. ¿Qué papel debían jugar las administraciones públicas y los grandes poderes privados en lo que se refería al impulso, la dirección y el control de la alocada carrera tecnológica que pretendía, en este caso, llevarnos a otros planetas? ¿Cómo legislar sobre la limitación de los riesgos que a cada nuevo paso nos encontrábamos y la protección contra accidentes y siniestros? Estaba claro que, cada vez más, vivíamos en el seno de una sociedad de riesgo, pero no por falta de abastecimiento de productos y energía, sino por la incertidumbre generada por los avances en ciencia y en tecnología. A ojos de muchos, estábamos inmersos en una espiral que se iniciaba con la idea del posible fallo humano y sucumbía en el punto que etiquetaba la enorme fragilidad e incertidumbres tecnocientíficas. Así planteada, la cuestión no era nueva, pero sí que la cuerda se tensaba hasta su límite de resistencia. La pregunta era simple de enunciar: si la evolución humana nos había llevado hasta los robots y la vida fuera de la Tierra, ¿debía el derecho limitarse a la regulación de los nuevos escenarios que aparecían sin intervenir en los pasos previos?
Con todo este entrelazado tecnocientífico, ético, moral y vivencial, los humanos que por aquellos años todavía éramos los grandes señores de la Tierra, optamos por cerrar los ojos y tirar adelante con todo el arsenal de conocimientos. Muchos se preguntaron en voz alta sobre el principio de precaución: ni la prudencia ni la cautela parecían florecer a medida que nos lanzábamos a una nueva aventura. En un principio, en las primeras décadas del siglo xxi, los robots eran meras máquinas, pero cuando ya compitieron con nosotros y los dotamos de vida, se debía reformular el concepto de precaución para que dejara de tener la libertad de no estar ligado a una bien establecida regulación jurídica. Hubo grandes debates sobre este tema y la IA se enseñoreó con sus matices y su frescura argumental.
El primer objetivo trataba de hacer realidad la ciudad subterránea en la superficie de Marte. En la Tierra teníamos desde mediados del siglo xx grandes ciudades que durante el invierno y el verano ofrecen a sus habitantes la posibilidad de vivir plenamente en enormes superficies subterráneas dotadas de todo tipo de infraestructuras. Así que plantear esta posibilidad para la superficie de Marte no suponía ningún sobresalto emocional. El problema era cómo construir dichas ciudades en un ambiente tan inhóspito.
A principios del siglo xxi el tema de las ciudades subterráneas se hizo prioritario, tanto por el temor a los efectos del cambio climático como por nuestras ansias de colonización de otros territorios fuera de la Tierra. Para ello deberíamos saber protegernos de meteoritos, de la radiación electromagnética, de la falta de una atmósfera respirable y a la vez ser capaces de tener un buen hábitat para la vida biológica, y, además, estar atentos y preparados ante una lista interminable de imprevistos y posibles peligros potenciales asociados a los cambios que viviríamos debidos a la falta de conocimiento histórico de todo lo marciano.
Así pues, nos lanzamos a toda prisa a conseguir el objetivo de construcción de la nueva ciudad en el escenario de un hábitat cuya atmósfera no estuviera terratransformada y donde la gravedad fuera diferente. ¿Quién llevaría a cabo el diseño y la construcción? ¿Con qué materiales se trabajaría?
Todo lo que se hizo en este campo comprende el periodo de tiempo que va desde 2020 hasta 2050. Durante esos años, hubo muchos grupos de investigación y muchas empresas que trabajaron muy duro en el diseño, la formación y la educación de robots inteligentes especializados en la construcción. Así, aparecieron dos nuevos tipos de albañiles digitales, los robóticos y los humanos, ambos con elevadísimos conocimientos de digitalización, que trabajaron codo con codo. Juntos aprendieron y completaron las duras tareas de excavar, elegir materiales y construir mediante impresoras 3D espacios que un día no muy lejano estarían ubicados en la superficie de Marte.
Estos nuevos espacios deberían ser capaces de albergar hospitales, escuelas, hogares, jardines, campos de fútbol, carreteras y vehículos de transporte. Toda la vida debía ser como la de la Tierra y los humanos deberían pasear por la ciudad como por el centro de nuestras grandes ciudades. Se generó un intenso debate sobre el modelo de ciudad subterránea que comprendía la selección de materiales, el diseño de los edificios e infraestructuras e incluso el tipo de vida que deberíamos llevar. Fue un festín para las nuevas generaciones de geólogos, arquitectos, diseñadores, sociólogos, legisladores, políticos… Todo estaba entrelazado. Hubo tremendas trifulcas, los técnicos avanzaban, pero el acuerdo de cómo proceder y el tipo de vida para exportar a Marte se resistió durante años. Se trataba ni más ni menos que de poner a la nueva tecnología al servicio de la causa del hombre y de la naturaleza marciana. Este tema era muy delicado, pues la fragilidad de la terraformación de Marte, si se conseguía, era manifiesta. Se trataba de instaurar una nueva cultura que claramente interfiriera de forma positiva en las relaciones presentes y futuras del hombre con su entorno. Estaba claro, al menos para muchos de nosotros, que en ese histórico y frágil momento no se debería bajar la guardia en las exigencias de respetar la nueva atmósfera creada por el hombre hasta sus últimas consecuencias. Nuestra forma de actuar marcaría el futuro de otras muchas colonizaciones en otros lugares del universo. Todo esto revertió para bien de todos los humanos y de nuestras relaciones con la naturaleza y la preservación de materiales.
Hänsel y Gretel parecían compartir con nosotros todo lo comentado, pero se les veía deseosos de volver a ser protagonistas del relato para centrarse en los otros retos tecnológicos que supuso establecer vida en Marte. Comenzó Hänsel: «Teníamos un gran objetivo que nos debía ayudar en los siguientes pasos a dar, obtener un nuevo combustible para, primero, recortar la duración del viaje de ida y vuelta, y, segundo, el más ambicioso, que con este combustible pudiéramos terraformar Marte, lo que exigía dos grandes y ambiciosos proyectos que se debían llevar a cabo una vez hubiesen aterrizado, y que estaban íntimamente interrelacionados: generar la atmósfera y calentarla. Como podéis comprender, fuimos muy ambiciosos, se trataba de crear una biosfera en otro planeta. Fue en este campo donde muchos de nosotros trabajamos codo a codo con los humanos. Cuando comenzamos los trabajos existía un intenso debate entre vosotros, no solo sobre la viabilidad de terraformar Marte, sino también sobre la estabilidad de su clima una vez terraformado. Debíamos realizar el trabajo que de forma natural había llevado a tener el clima que propició la vida en la Tierra. Es decir, hablamos de escalas de tiempos geológicos y nosotros lo queríamos hacer en unos pocos años. Además, el cambio debía ser estable durante miles de años para hacer realidad que Marte fuera una colonia de la Tierra».
Siguió Gretel: «Para daros una idea de la magnitud del reto que teníamos entre las manos, permitidme que os recuerde algunos datos sobre Marte. Comenzaré contándoles que la atmósfera de Marte es cien veces menos densa que la de la Tierra, lo que impide, ya de entrada, el florecimiento de las plantas. Respecto a su composición, hay un 95% de dióxido de carbono, un 3% de nitrógeno, un 1,6% de argón y hay trazas de oxígeno, agua y metano. Es decir, nada que ver con la composición de la atmósfera terrestre. Si ahora echamos una mirada a los componentes de la superficie de Marte, nos encontramos que además de silicio y oxígeno hay mucho hierro, magnesio, aluminio, calcio y potasio. Pero ¿y la temperatura de Marte? La superficie de Marte es muy fría, su temperatura media durante el día marciano es de 50 ºC bajo cero. La temperatura media de un planeta depende de la distancia a la estrella y de la composición atmosférica del planeta. Por eso, la razón de que la superficie de Marte sea más fría que la Tierra se debe a su mayor distancia del Sol y a que no sufre el efecto invernadero. En ausencia de gases de efecto invernadero, la temperatura superficial de un planeta depende únicamente de la cantidad de calor que recibe del Sol, y esta a su vez depende de la distancia que los separa».
Gretel nos había explicado muy claramente que lo más importante era conseguir el reactor de fusión, primero, para poder acortar la duración del viaje y, segundo, para tener energía suficiente y tirar adelante con fuerza y decisión el proceso de terraformar Marte. Yo recuerdo con nitidez que en el 2023 se planteó de forma seria un gran proyecto para construir un reactor de fusión nuclear que pudiera satisfacer todas las necesidades que planteaban el viaje y la vida en Marte. Los primeros cálculos teóricos arrojaron números que producían vértigo: con un reactor de fusión podríamos llegar a obtener diez millones de veces más energía que con cualquier otro combustible. Además, si se comparaba con la fisión nuclear, desaparecerían los mayores problemas asociados a los motores basados en la fisión, dado que estos requerían grandes volúmenes para apantallar a los humanos de la radiación y mantener separados los desechos radiactivos. No se deberían volver a repetir los enormes desastres que ocurrieron durante la Segunda Guerra Mundial con la utilización de submarinos nucleares de fisión. ¡Qué experiencia tan desgraciada! Habían pasado cien años, pero los problemas que solucionar eran los mismos. La fusión nuclear era la mejor solución.
Ahora era el turno de nuestros amigos robots, ellos habían participado en el proyecto «Hola, Marte, venimos a vivir aquí» y nos podían contar todo en primera persona. Comenzó Hänsel: «Los inicios fueron de total desconfianza, los inversores querían llevar adelante el proyecto y nosotros les aseguramos que en el plazo de cinco años tendrían el cohete movido con la energía generada por fusión nuclear. El problema que solucionar era bien conocido, había que conseguir la estabilidad del plasma: tener separados suficiente tiempo los dos electrones de los núcleos de deuterio y tritio, lo que requería muy altas temperaturas. Los esfuerzos que se dedicaron para conseguir la fusión nuclear fueron ingentes, la Tierra necesitaba mucha energía limpia. Así que el viento soplaba a nuestro favor. Otra vez, la Tierra se salvó del cataclismo asociado a su calentamiento por efecto de los gases de invernadero: con la fusión nuclear dispusimos de mucha energía limpia. En el año 2070 fue cuando iniciamos los viajes a Marte y ya era un hecho que el 80% de la electricidad que necesitábamos en la Tierra procedía de reactores nucleares de fusión. De ahí que conseguir el motor de propulsión nuclear fuera casi un mero trámite: fuimos capaces de llegar a Marte en 90 días en lugar de tener que estar más de 400 días de viaje, como era el caso cuando se usaban combustibles líquidos ».
Hänsel parecía dispuesto a contarnos un poco de todo lo que contribuyó a que el proyecto «Vivir en Marte» fuera una realidad en 2070. Así que siguió: «Los enormes avances en la capacidad de cálculo que nos trajeron los computadores cuánticos fueron cruciales, no solo para tener un duplicado de la Tierra en tiempo real, sino para que también tuviéramos un segundo idéntico Marte en los laboratorios y ordenadores. Los trabajos de la terraformación de Marte también se vieron acelerados con los descubrimientos y avances que se habían producido para realizar la electrólisis con agua salubre y salada hasta temperaturas de -50 ºC. Así nos asegurábamos de tener todo el hidrógeno y oxígeno necesarios. Otros muchos descubrimientos tecnológicos nos proporcionaron todos los gases que envuelven la Tierra. Estos avances se multiplicaron en los años siguientes y a mediados del siglo xxi ya éramos capaces de convertir los océanos en una fuente segura de oxígeno y combustible. Se ponía de manifiesto que todos los avances que defendían la causa del hombre y de la naturaleza en la Tierra resultaban ser esenciales para impulsar la vida en Marte. Vivir allí también era defender la causa del hombre. El siglo xxii comenzaría, en consecuencia, con una segunda vivienda para todos los que habitábamos la Tierra y a tiro de piedra de fusión nuclear».
Se veía que Gretel, antes de acabar el relato de Marte, quería homenajear a los humanos por todo lo que hicimos en la carrera de la exploración de los territorios comanches situados más allá de nuestro sistema solar. Todo estuvo lleno de entusiasmo y entrelazado a todas luces con miradas cariñosas. Esto fue lo que Gretel nos relató: «El espacio interestelar que comenzamos a explorar y estudiar in situ a mediados del siglo xxi estuvo a plena disposición de todos nosotros a finales de dicho siglo. ¿Cómo se desarrollaron los hechos, si se cuenta la historia en pocas palabras? La idea original fue vuestra, de los humanos de principios del siglo xxi. Queríais llevar a la práctica una idea que emergió de la cabeza de uno de los grandes de la física, Arthur Holly Compton a principios del siglo xx. La idea de Compton se basa en la dualidad onda-corpúsculo aplicada a los fotones de la luz tal y como fue propuesta por Einstein. Los fotones además de energía poseen lo que los físicos llaman momento lineal. Sí, es curioso que aunque no tengan masa tengan momento. Pensemos, por ejemplo, en una bola de billar en movimiento, en su camino choca con otra bola parada a la que transfiere parte de su momento y por eso esta segunda bola se pone a rodar. Compton explicó el cambio de momento de los fotones al chocar con una superficies metálica por el intercambio de momento con un electrón del metal. Es decir, era como el choque de dos bolas, una másica, el electrón, y la otra sin masa, el fotón. Ahora, imaginemos el caso de trillones de fotones de un láser chocando con una pequeña plancha reflectora. Parece claro que si todos los fotones transfiriesen momento a la placa, la podrían poner en movimiento».
Gretel, cada vez más animada y absorta en su explicación, siguió, con la aprobación de todas nuestras miradas: «Esta simple idea fue la que está en la trastienda de la utilización de los nuevos navegadores espaciales. En principio se habló del navegador solar que utilizaría los fotones de todo el espectro electromagnético de la radiación solar. Eso dio paso a un nuevo y ambicioso proyecto para conseguir lo que se bautizó con el nombre de «navegador de luz». Este nuevo navegador utilizaría para moverse la energía de los fotones de millones de láseres colocados en la superficie de la Tierra y en satélites que, en todo momento, enfocarían los haces de luz. Un nuevo gran reto tecnológico para el campo de la óptica. Cuando se hizo público el proyecto muchos nos quedamos con la boca abierta. Se trataba de diseñar y construir un navegador ultraligero que se moviera con la energía de los choques de los fotones de cien millones de láseres y que, además, se moviera a una velocidad tan grande que fuera capaz de llegar a nuestra segunda estrella más cercana, Alfa Centauro, en menos de 20 años. El avance sería colosal. Pensad que cuando se comenzó con el embrión de esta nueva idea tan rupturista, si se hubiera utilizado un cohete convencional, se habrían tardado mil años en llegar a Alfa Centauro. Sí, la estrella Alfa Centauro se encuentra a unos 4,3 años luz de la Tierra y el navegador de luz haría el recorrido en menos de veinte años. Así que las perspectivas de buscar vida biológica y seres inteligentes en el espacio interestelar estaban aseguradas en caso de éxito. Acordaros también de que a principios del siglo xxi se obtuvo una señal de radio de Alfa Centauro que originó un enorme revuelo y volvieron a resurgir las especulaciones de que se trataba de una señal asociada a la existencia de vida en ese sistema solar. En definitiva, hubo motivos para que se doblaran los esfuerzos tecnológicos y las inversiones de capital. Sí, eso es lo que hicimos entre todos hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo xxi».
Tras esta emocionada explicación de Gretel, creo que todos pensamos que seguía siendo verdad que la fe en la ciencia permanecía inmutable entre nosotros. Ella es la que nos impulsa a buscar una explicación de todo lo existente en el universo. Algo melancólicos, concluimos que el paso del tiempo seguía alimentando la idea de estar cada vez más cerca de encontrar otras vidas y descubrir, en caso de existir, el diseño del cosmos. Algunos se seguían preguntando por el autor o autores de semejante obra magna. Una conclusión emergía con luz propia: lo importante, de nuevo, era ir y volver más allá cada vez…
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